Los matasanos del fútbol
Bien porque los chavales prefieren jugar a las maquinitas, el fútbol ya no ingresa tanto como antes
Los prescriptores del dinero ajeno, a quienes por lo común le sale la moral por las orejas, muestran su escándalo porque ciertos futbolistas cobran billetes como para asar una vaca. A mí, quizá porque tengo la moral algo desfondada, nunca ha conseguido escandalizarme. En esto mi posición es indistinguible a la de un cuñado: Si lo generan, que lo cobren. Pero ahora resulta que, bien por la pandemia, bien por los excesos de antaño, bien porque los chavales prefieren jugar a las maquinitas, el fútbol ya no ingresa tanto como antes. Muy bien. Aquí mi cuñadismo es igualmente inexorable: Que lo dejen de cobrar.
Desde el fracaso de la Superliga, se puede ver a Florentino Pérez ejerciendo de profeta de calamidades. Y como no cabe pensar que lo haga en solitario, tendrá unos cuantos asalariados para los coros. En la última semana andan ordeñando el asunto de la Kings League, un campeonato de pseudofútbol 7. Lo llevan gamers y antiguas glorias del fútbol, y tiene algo de ambos mundos: hay, en efecto, jugadores, balón y portería, pero también «armas secretas», como la exclusión de un jugador contrario durante dos minutos o la posibilidad de que un gol valga el doble. Chorradas propias de un videojuego. Lo dijo bien el dibujante Álvaro Terán en El Jueves: la Kings League es al fútbol lo que el Mario Kart a la Fórmula 1.
Dicen, sin embargo, que las audiencias han sido estupendas, sobre todo entre la chavalería, y que el fútbol profesional tendría que aprender la lección: introducir resortes y trampillas que lo hagan más interesante para las nuevas generaciones, a las que les puede faltar el aire, pero no los estímulos. Por supuesto, todo es una soberana tontería, aunque magnificada por Florentino Pérez y sus secuaces con el fin de acelerar el advenimiento de la Superliga. Le ayudan unos medios de comunicación que mendigan hechos y noticias en un mundo, el de internet, que no puede ofrecerles sino simulacros.
Quienes así hablan, quienes con seriedad proponen incluir recursos abracadabrantes, demuestran ignorar la esencia del fútbol. A diferencia de los otros deportes, cuya precaria jugabilidad está apuntalada por reglas y más reglas –piensen en el abominable baloncesto, o en el rugby, bizantino pese a su brusquedad–, el fútbol se caracteriza por la simplicidad. Se trata de meter el balón en la portería sin utilizar las manos. Incluso su más endiablado rizo, el fuera de juego, se entiende en dos minutos si quien lo explica tiene a mano un salero y un pimentero. El fútbol atesora la gracia y la naturalidad de lo que fue hallado, no inventado. Por eso, cualquier adición lo enferma. Véase el VAR, el maldito VAR, que ha secuenciado el delirio del gol, lo ha destruido porque la cautela es incompatible con el éxtasis.
Y si el fútbol ha llegado a ser un gran espectáculo y un negocio lucrativo, se debe a su condición de deporte orgánico, natural, sin apenas huellas de diseño. Su éxito responde a la inagotable sencillez de lo primigenio, así que, mientras menos se toque, mejor. Por lo tanto, es un contrasentido decir que hay que cambiar el fútbol para salvarlo; muy al contrario, habría que podarlo, despojarlo. Y hacer que uno de los equipos tenga un comodín secreto o que el presidente tenga que bajar al césped para chutar un penalti, puede que salvara el negocio, pero lo haría a costa de arruinar el fútbol.