Jubilarse para hacer la fotosíntesis
Sin nubes en el cielo ni olas en la playa, Puerto Rico es el lugar de la perfecta y mortal monotonía, un bostezo
Hace unos meses lancé algunos juicios destemplados sobre la costa malagueña desde esta misma tribuna. Insinué que era un soleado estercolero y que el hecho de que tanta gente lo elija para pasar sus vacaciones demuestra que la gente huye del bien, la verdad y la belleza. Y aunque mantengo lo dicho, me veo en la obligación de matizarlo porque acabo de estar en un sitio aún peor: Puerto Rico.
No hablo del país caribeño, donde no he tenido el gusto, sino de una localidad situada en el extremo sur de la isla de Gran Canaria. Y no es una localidad cualquiera, sino una «localidad turística», creada en los años sesenta y bautizada, en un ejercicio de coherencia, con el nombre de la promotora inmobiliaria que la perpetró. Se trata de una lepra urbanística que se extiende por cuatro barrancos con la amenaza, no cumplida hasta ahora, de arrojarse al océano Atlántico.
Puerto Rico es una especie de invernadero vacacional, una apabullante colmena consagrada, más en cuerpo que en alma, al ocio perpetuo. Presume de tener la primera playa artificial de la isla, «un arenal –aseguran en el portal de turismo– entre dos espigones que la protegen de las corrientes». También dispone del mejor clima de Europa: 25 grados impepinables que, además, al abrigo de los vientos alisios, no se ven perturbados por las inclemencias del tiempo. Ni nubes en el cielo ni olas en la playa, una perfecta y mortal monotonía, un bostezo.
Puerto Rico cuenta con más de 11.000 plazas entre hoteles y apartamentos y, gracias a la homogeneidad del clima, con una ocupación alta y constante durante todo el año. A esto hay que sumar unas 4.000 personas allí afincadas, entre ellas una importante comunidad noruega. Supongo que serán jubilados que, entendiendo sus vidas como una única semana, han estado de lunes a viernes en Oslo, umbríos y laboriosos, para poder retirarse el fin de semana a Canarias mientras aguardan la muerte tomando el sol. Quizá por eso Puerto Rico tenga algo de abominable como un sábado y toda la tristeza que cabe en los coletazos de un domingo.
Porque a eso se dedica la gente en Puerto Rico, a hacer la fotosíntesis. En cada apartamento, en todo lo alto, donde por lo común se colocaría la placa solar, se ve a un guiri, tendido en toda su resplandeciente blancura, tostándose con la alegría de un malvavisco. Y resulta cruel que ellos, tan necesitados de sol, tengan que pasar buena parte de sus vidas en lugares lucrativos pero en sombra. El mundo, que está mal hecho y peor repartido.
Los españoles todo el día envidiando a los nórdicos por su sanidad, su limpieza, su educación y su civismo; y ellos que, a la mínima que pueden, abandonan su tierra para gastarse los euros en un rincón olvidado de nuestro malogrado país. Se jubilan y, hastiados de la escandinava perfección, vienen aquí a hacer nada, a estar, a permanecer y a achicharrarse. Es para pensarlo: envidiamos la suerte de quienes, a su vez, envidian la suerte de nuestras piedras.