Nadie quiere vivir en el pueblo
Suponen que en el pueblo la existencia es más humana; pero aquí humanos, lo que se dice humanos, cada vez hay menos
Como alguna vez he dado la tabarra con el asunto, un amigo me pasó una estupenda columna de Jaume Vives. En ella, el autor se pregunta por qué hay tantos urbanitas que últimamente fantasean con retirarse al pueblo. Asqueados de la ciudad, entornan los ojos y se imaginan respirando con avaricia, paseando con parsimonia, saludando a diestro y siniestro. Y corroboro que es así, que el «retirarse del mundanal ruido» tienta a los de la capital. Con esto de que vivo en el mismo pueblo en que nací, muchos amigos madrileños me confiesan esta misma fantasía, pidiéndome, aunque sin pedirlo, que les dé envidia, motivos para dar un paso que, bien lo saben, nunca darán.
Tampoco me esfuerzo porque no quiero ser el responsable de su desilusión. Suponen, por ejemplo, que en el pueblo la existencia es más humana; pero aquí humanos, lo que se dice humanos, cada vez hay menos. En realidad, es la ciudad lo que está hecho a imagen y semejanza del hombre, su obra más característica. La ciudad es la definitiva cristalización de la cultura y, por tanto, es humana hasta el paroxismo. Y que me perdonen unos y otros, pero diría que el pueblo, el pueblo idílico, es un invento de la ciudad para sublimar el desprecio que el hombre, tan enrevesado, siente hacia sí y, sobre todo, hacia sus semejantes.
Además, el dilema no sobrepasa el umbral de la palabra, pues tan cierto es que la mayoría de los pueblerinos, en particular los jóvenes, quieren irse a la ciudad como que ninguno de los urbanitas se vendría al pueblo; y me refiero al pueblo de verdad, no a esas incubadoras que crecen como hongos a la sombra de las ciudades. Y hacen bien en no venirse. El pueblo-pueblo, agrario e independiente, poco tiene que ver con la fantasía bucólica que se montan. El campo para dominguearlo está bien, pero cultivarlo es un suplicio, una lucha a brazo partido contra el polvo, el calor y la sequía, o bien contra el barro, las heladas y los aguaceros. Aquí sigue vigente la condena de Adán: hace falta pasar muchas fatiguitas para sacar el alimento de una tierra que, si por ella fuera, no te daría ni los buenos días.
Visto desde la ciudad, otra de las virtudes del pueblo sería que aquí nos conocemos todos. Y esto es cierto de parte a parte. Sin embargo, eso no implica que cada mañana salgamos cantando (Bonjour. Bonjour!) como en la escena inicial de La Bella y la Bestia, entre otras cosas porque mi pueblo está en cuesta y todo el mundo va en coche, salvo que seas un turista, un jubilado o uno de esos que se dedican a mendigar «euritos». Digo más, y he aquí un consejo para los que vengan: si alguien se te acerca a pie, desconfía.
En cualquier caso, esta constante familiaridad no es necesariamente buena. La única posibilidad de que alguien, aun conociéndote, te aguante, es que de algún modo misterioso te quiera. No obstante, en un pueblo todos nos conocemos bien, pero no todos nos queremos, con lo que no todos nos aguantamos y, pese a ello, igual tenemos que vernos la cara. Y además, cuando nos vemos la cara, cosa que sucede a menudo, vemos también todo lo que esa persona ha hecho y dejado de hacer, lo bueno, que siempre hay algo, y lo malo, que siempre hay mucho. Los pecados, los deslices, los ridículos, las inevitables consecuencias de nuestra flaqueza duran el doble en el pueblo, es más, a menudo duran y reverberan incluso más que la persona que las cometió.
En su artículo, Vives escribe que en un pueblo se «conoce el nombre del carnicero». Quizás antes. Ya apenas quedan carnicerías, pescaderías o fruterías. El gargantuesco Mercadona se las ha comido todas. Y puede que ahí esté el problema, en que mi pueblo, con sus 17.000 almas, su Mercadona, su Lidl y su nuevo y flamante Burguer King, sea demasiado grande como para conservar esa supuesta «humanidad», pero demasiado pequeño para beneficiarse de la sanadora multitud. Para comprobar las ventajas con las que fantasean en la ciudad, habría entonces que ir a núcleos más pequeños, tipo aldea, y preguntar a sus habitantes, si es que aún queda alguno.