El martes es el mejor día de la semana
He dicho que el fin de semana es el peor invento del hombre, y lo mantengo. Pero habría que salvar el domingo por la mañana, un invento de Dios que, además, lleva aparejado su mandamiento de santificar la fiesta
Mi día preferido de la semana es el martes. Los niños en la guardería, que es donde tienen que estar, y yo frotándome las manos con un ancho día de trabajo por delante. Hasta la burocracia me parece bien si es martes. No pienso, como haría un viernes: A ver qué tontería se ha inventado ahora el burócrata de turno para desperdiciar mi tiempo y justificar el suyo; sino: A ver… Nombre y apellidos… Esta me la sé. Y me parece estupendo porque es martes y a mi izquierda, de buena mañana, humean el cigarro y el café. Ole el primer cigarro del martes. Ole el martes. Ole el tabaco y ole el café.
El lunes, aunque tenga mimbres parecidos a los del martes, no se le puede comparar. Tiene guardería, trabajo y, por supuesto, burocracia, pero el cigarro no sabe tan bien porque aún tengo en los dedos, en la boca, en los ojos y en la cabeza detritus del fin de semana, quizá el peor invento del hombre –el mejor, sin duda, son las guarderías–. Es cierto que los lunes las cosas empiezan a mejorar, pero aún no lo han hecho del todo y el bofetón melancólico del domingo por la tarde todavía duele. El martes es el punto álgido de la semana. O puede que lo sea el miércoles. Pero el martes tiene la ventaja de ir en ascenso, mientras que el miércoles ya tiembla por la cuesta abajo que se aproxima… Porque al miércoles le sigue el jueves, luego el viernes y, si nadie lo remedia, el más estúpido día de la semana, el sábado.
He dicho que el fin de semana es el peor invento del hombre, y lo mantengo. Pero habría que salvar el domingo por la mañana, un invento de Dios que, además, lleva aparejado su mandamiento de santificar la fiesta. Dejo aparte el domingo por la tarde, pues lo más probable es que ni siquiera sea domingo, sino un intento de octavo día que no llegó a cuajar y que ahora, tumoral y engurruñado, envenena a quien tiene que atravesarlo para llegar al lunes y ponerse a salvo. Sin embargo, los domingos por la mañana son tan maravillosos que, diría, rivalizan con los martes. Me levanto y, como es domingo, no debo hacer gran cosa, no enciendo siquiera el ordenador. Preparo el desayuno a la chiquillería –pan con Nocilla porque es domingo– y se inicia el protocolo ir a misa.
Con mucho lo mejor, para la salud de mi alma y de la del resto de feligreses, sería dejar los niños en casa: alborotan, juegan a las casitas en el confesionario y persiguen al del cepillo hasta la sacristía para soltarle su flamante euro; hacen monerías a los del banco de atrás, se pelean a menudo y a veces les da por llorar en mitad de la consagración. Y si, pese a todo, los llevamos, es para que se acostumbren y para que el catolicismo se les meta dentro. Así, luego, cuando lleguen a la juventud y por una cosa u otra dejen de ir a misa, se noten los domingos un hueco, una falta, una incómoda ausencia. Con la costumbre de hoy intentamos garantizar el remordimiento de mañana.
Además, aunque no tenga cantos y el sacerdote sea tan triste como la aciaga tarde que se nos viene encima, la misa dominical siempre irradia alegría como rayos la custodia. Y esa alegría armoniza con la chispeante y enternecedora vitalidad que los niños desparraman por defecto. Sales de la iglesia sin haberte enterado de nada, pero comulgado y más contento de lo que entraste. Estoy tentado incluso a decir que mi día preferido de la semana es el domingo por la mañana, el domingo-domingo. Eso sí, en caso de serlo, el martes estaría justo detrás, pisándole los talones.