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Animal de AzoteaJosé María Contreras Espuny

Fuegos artificiales, perros y los dueños de los niños

Sabía de las quejas de los dueños de las mascotas, pero era la primera vez que veía la protesta extenderse a los dueños de los niños

Actualizada 10:27

Tan inevitable como la Nochevieja llegó la controversia sobre los petardos y los fuegos artificiales. Llevamos varios años en que, como parte del género navideño, la prensa pone un estrado a algún majadero que clama a favor de la prohibición. Al parecer el estruendo aterra a las mascotas. Con el primer petardazo, buscan refugio bajo la cama, creyendo quizás que Putin ha decidido coger el toro por los cuernos. Una tontería periodística a la que, por salud mental, nunca he prestado atención. Y que conste que no tengo nada en contra de los animales, al fin y al cabo soy uno de ellos, sino en contra de las tonterías, que a nada que salen en la tele empiezan a salpicar las conversaciones.

Sin embargo, este año el asunto ha tomado un cariz personal. Dieron las campanadas y subimos a la azotea para ver los fuegos. Aunque teníamos a los cuatro niños dormidos desde hacía rato, la madre dio permiso para que se encendiera la mecha de un cubo pirotécnico que mi cuñado había traído. No me agradó la idea porque los niños llevan acatarrados desde que cerró el colegio, pero Matilde insistió en que «un día es un día». Así, nuestra azotea se unió al espectáculo. Los más gordos eran tirados por el ayuntamiento desde la plaza de toros, pero se le unieron decenas de particulares y el pueblo, durante los primeros minutos del 2023, se iluminó.

Siempre me han gustado los fuegos. Mi alma es de un lirismo tosco y se recrea en lo típico: los atardeceres, los tonos de las estaciones, el vuelo de los pájaros y los fuegos artificiales. Sin embargo, este año me ha resultado especialmente placentero gracias a que mi cuñado me dijo el precio de su cubo, lo cual, aunque fuera a bulto, me permitió ir calculando el dinero que mis paisanos habían tenido a bien invertir en aquel efímero espectáculo. La cifra pasó pronto de cientos a miles, y luego a decenas de miles. Euros que se elevaban silbando para estallar en todo lo alto y caer después en una lluvia de céntimos que se disolvían. Ahora que sabía el precio de los fuegos, aquello me pareció un absoluto despilfarro, y eso hizo que me sintiera orgulloso de mi pueblo.

Entonces, entre el estruendo distinguí una voz que se desgañitaba. Provenía de otra azotea un par de calles más allá. Una señora en bata hacía aspavientos. Gritaba algo como «¡Que aquí tenemos niños!». Aquello me sorprendió. Sabía de las quejas de los dueños de las mascotas, pero era la primera vez que veía la protesta extenderse a los dueños de los niños. Quedé tan descolocado que, en lugar de contestar, me encendí un cigarro. Pero lo suyo habría sido decirle que aquí también tenemos niños, cuatro y acatarrados, y que precisamente por eso es imprescindible este ruidoso dispendio, esta excepcionalidad, y que, como dice la señora de mi casa, un día es un día.

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