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Animal de AzoteaJosé María Contreras Espuny

Tengo cuatro hijos, según el último recuento

Hay que tirar para adelante, hacer proyectos… vivir como si el mundo no se acabase mañana, que igual se acaba

Actualizada 09:55

El hecho de tener hijos –cuatro según el último recuento– me obliga a violentarme en muchos aspectos, y ninguno me cuesta tanto como el de atenuar mi congénito pesimismo. Lo que de verdad me sale, lo que me pide el cuerpo, es afianzarme en el convencimiento de que todo va de mal en peor, repanchingarme en la desesperanza y vivir como un pajarito en los estertores del cristianismo y de nuestra civilización occidental, incluso en la agonía de un planeta al que –dicen algunos, y a mí me gustaría creerles pero no puedo– le quedan dos telediarios, entre otras cosas porque los telediarios no le hacen ningún bien.

Sin embargo, a causa de los niños, no puedo dedicarme, como en realidad me gustaría, a chapotear en este morboso declive. Hay que tirar para adelante, hacer proyectos… vivir como si el mundo no se acabase mañana, que igual se acaba, pero el padre de familia está obligado a vivir de tal modo que cuando el fin llegue, porque llegará, le pille por sorpresa y atareado en la construcción del futuro. Ahora bien, aunque sea nuestro deber, no es fácil, y no solo para los que caímos de pequeños en la marmita del pesimismo. Los que saben del tema, de cualquier tema, no dejan de repetir que los tiempos son malos, sea porque verdaderamente lo son, sea porque a quienes cortan el bacalao les conviene que lo sean o que, al menos, lo parezcan.

Y si bien se ignora cuándo empezaron los malos tiempos –lo único que se sabe es que duran todavía–, es obvio que empeoraron a raíz de la pandemia, primero por la pandemia en sí y después por el sopor de una economía que no acaba de desperezarse. Eran, por ejemplo, malos tiempos para comprarse un coche, eso me decían. Pero la cosa es que necesitábamos uno porque al anterior le había dado un patatús en la cuesta de Churriana. Y un coche grande. ¿Cómo de grande? De siete plazas por lo menos. ¡Uh –exclamaron los entendidos–, mucho peor! Pero como no podíamos ir a pie a la espera de que los tiempos mejoraran, pagamos hace un año un precio que parecía inconcebible hace cinco. El único consuelo es que, aunque lo pagué caro, a quienes vinieron detrás de mí les ha salido más caro todavía.

Ahora me veo otra vez en faena. Estamos buscando una casa porque el piso de alquiler se nos ha quedado pequeño. Así que tenemos que pedir una hipoteca, a 30 años y con los intereses, cómo no, en máximos históricos. No es momento para comprarse una casa, me dicen mientras mi único cuarto de baño tiene la rotación de un piso patera, mientras mis niños crecen a ojos vistas y tienen los zócalos de nuestro único pasillo reblandecidos a fuerza de pelotazos.

Además, 30 años son muchos años. Lo más probable, pienso para mis negros adentros, es que antes de eso haya llegado el fin de la humanidad. ¿Y me voy a deslomar por una casa que acabarán habitando las cucarachas y los neutrinos? O, venga, pongamos que el fin se demora... Aún quedaría la sequía que, a decir de agricultores y especialistas, habrá convertido esta zona en un erial más pronto que tarde. Y aunque la sequía se remediase milagrosamente, tanto la baja natalidad como el éxodo a las ciudades provocarán, en última instancia, que nadie quede en mi pueblo en tres o cuatro décadas. ¿Y qué voy a hacer yo? ¿Quedarme aquí, solo con mi familia? Bah, es insensato comprarse una casa. Pero igual lo haré, por los niños, porque ser padre de familia consiste en vivir a lo loco, de espaldas a todas las señales, en perpetua contradicción y con esta ardiente esperanza de estar equivocado.

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