Entrevista a José Luis Alfaya, sacerdote, ex empresario y escritor
De director financiero a sacerdote: «Rechacé una oferta en Londres que triplicaba mi sueldo»
Desprende bonhomía y sencillez. Nadie diría que, detrás de este afable sacerdote de 80 años, hay un antiguo mago de las finanzas, un empresario de éxito y un prolífico escritor
Le propusieron marcharse a Londres a principios de los 70 como socio de Deloitte «casi triplicándome el sueldo, que ya era bueno», pero prefirió permanecer en Madrid como director financiero de un conglomerado de empresas inmobiliarias. Había «entregado su vida a Dios», pero no se planteó el sacerdocio hasta que tenía 40 años y se encontró la puerta de una iglesia cerrada porque el párroco estaba enfermo. «Faltan curas», concluyó, y ahí comenzó su proceso vocacional.
A sus 80 años, José Luis Alfaya (Granada, 1944) se atreve con libros de historia, de noviazgo, de teología, de espiritualidad y de catequesis (el último, Yo, Isabel. Recuerdos de un reinado, de la editorial Sekotia). Pero no olvida su pasado financiero: «Yo siempre me he sentido empresario. El mundo de la empresa siempre me ha encantado».
— ¿De dónde le viene esa inquietud empresarial?
—Estuve ocho años en Caracas de niño, porque mi padre se tuvo que marchar y nos llevó a la familia. Cuando volví, con 13 años o 14, comencé Peritaje Mercantil. En el último curso me nombraron delegado de la escuela. Era el año 68, con todas las algaradas que hubo. Luego me fui a Madrid a hacer la mili, y ya me quedé allí. Después me ofrecieron entrar en una auditoría, Deloitte. Mi inglés era un poco rudo todavía, pero estuve trabajando tres o cuatro años como auditor y eso me sirvió para conocer muchas grandes empresas, las que teníamos que auditar. Y es un mundo muy especial.
— Ahí hablamos de principios de los años 70.
—Sí, efectivamente, estuve hasta el 74 más o menos en ese campo. Recibí una oferta para hacerme partner, o sea, socio de Deloitte. Pero suponía marcharme a Inglaterra, estar en Londres una serie de años y eso complicaba mucho mi vida personal. Entonces decidí que, a pesar de que era un orgullo y una prosperidad, porque prácticamente me triplicaba el sueldo –que ya era bueno–, decidí quedarme en la en la esfera privada.
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— Por aquel entonces, ¿cómo era su fe? ¿Pertenecía a algún grupo o movimiento?
— Yo pertenecía al Opus Dei desde que tenía 19 años. Mis compañeros de trabajo –que eran de todo tipo, pero éramos todos muy amigos– sabían que yo me levantaba muy pronto para ir a misa y luego me incorporaba al trabajo. ¿Que había una fiesta de noche (que había muchas y además de gran altura)? Pues yo muchas veces renunciaba, porque el ambiente no era el propio. Yo no era cura todavía, pero ya vivía como una persona que se había entregado a Dios. De hecho, cuando me ordené, bastantes años después, muchos compañeros vinieron a mi ordenación.
«Faltan curas»
— Pero tengo entendido que, antes de ese momento, fue director financiero de un importante grupo inmobiliario. ¿Cómo fue ese paso, de director financiero a sacerdote?
—Bueno, yo me había pasado los veranos estudiando Filosofía y Teología porque me gustaba. A lo largo de 15 años lo hice todo. Un día fuimos de excursión a un pueblo de la sierra de Madrid. Me acuerdo de que era domingo. Al llegar a una parroquia, vimos un grupo de gente en la puerta, y preguntamos: ¿Qué pasa? ¿Está cerrada? Y nos respondieron: Sí, es que el párroco se ha puesto enfermo y ha suspendido las misas. Tampoco podemos ir a otro pueblo porque él también es párroco de varios pueblos. Y, a partir de ahí, se me encendió la luz, y me dije: ¡Bueno! Faltan curas. A lo mejor podría yo dedicarme a eso. Decidí escribirle una carta a don Álvaro del Portillo preguntándole si le parecía bien, y me contestó con mucho cariño diciendo que muy bien, que me lo pensara bien, pero que, en todo caso, se lo volviera a pedir, y que adelante. Y eso hice.
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— ¿Llegó a conocer en esos años a san Josemaría Escrivá o al beato Álvaro?
— Sí, sí. Conocí a san Josemaría. De hecho, tengo recuerdos personales de él. Asistí a muchas de sus tertulias y, no es que fuera una relación directa, porque él estaba en Roma y yo no. Pero, en fin, he tenido la suerte de estar muy cerca de él. Luego, don Álvaro fue el que me iba a ordenar, pero no era obispo todavía. Eso fue en 1987. Pero estuvo mucho tiempo con los que nos íbamos a ordenar, nos dio clases y luego le había visto en otros sitios. O sea, que tenía también una cierta cordialidad y cercanía. De hecho, a mí me ha dicho cosas muy bonitas don Álvaro...
«¡Qué fuerte estás!»
— ¿Nos puede contar alguna?
– ¡Son muy personales, pero en fin! Recuerdo que, en una ocasión, en 1976 hubo una tertulia masiva en el colegio Tajamar de Madrid. Había una escalera de caracol que subía al salón de actos, y nos pusieron a todos allí como guardia de corps. Don Álvaro fue subiendo y saludando a cada uno. Cuando llegó a mí, se paró, se me quedó mirando, y me dijo: Hijo mío, ¡qué fuerte estás! Da gusto tener un hijo tan fuerte como tú. Me arrodillé, le besé el anillo y, por decir algo, le respondí: Sí, padre, para que pueda apoyarse en mí. Se echó a reír por mi salida y me dijo: Sí, pero que seas fuerte en la fe. ¡Fortes in fide!
— ¿Pero él a usted le conocía?
– No, no. No habíamos tenido ninguna relación especial. Luego, cuando me fui a ordenar, ya me conocía y también me dijo cosas muy bonitas, como un padre a un hijo.
— ¿Le costó dejar el mundo de las finanzas y de las empresas para hacerse sacerdote?
– Bueno, llevas siempre en el corazón lo que has sido, lo que has estudiado. La mentalidad laical la mantenemos. Pero nunca me he dedicado después, siendo cura, a organizar contabilidades, ni llevar el fisco ni esas cosas. Lógicamente, bastante trabajo ya tienes con lo tuyo. Pero nunca pierdes ese interés por las cosas. Yo siempre me he sentido empresario. El mundo de la empresa siempre me ha encantado.
Con niños y enfermos
— Le habrán dicho muchas veces que ha pasado usted de administrar empresas a administrar almas...
– Sí, sí. Es una cosa muy bonita. Pasé de tratar la peseta a tratar almas, a tratar niños –porque mi primer trabajo fue como capellán de colegios–, a tratar enfermos –en la clínica universitaria de Navarra–. Son diversas teclas que Dios me ha puesto y que, gracias a Él, me han venido muy bien para mi vida y para mi alma. Sobre todo, para valorar que el mundo es algo de Dios. O sea, que la empresa, la economía, el organizar socialmente es algo que Dios quiere que sea bueno y que la gente viva con honradez y con sensatez. Pero, al mismo tiempo, saber encontrar a Dios en eso te lleva a descubrir las almas, que son un modo de encontrarte también con Él: Cuando ayudas a un niño –haces con él la Primera Comunión, por ejemplo, o la Primera Confesión–, o cuando te acercas a la cama de un enfermo y le ayudas a encontrarse con Dios (a lo mejor después de muchos años para dar ese salto definitivo que es irse al otro mundo).
— ¿A qué se dedica usted ahora, además de a escribir libros?
— Realmente no me dedico a escribir libros. Lo que pasa es que aprovecho los tiempos más o menos libres para escribir cosas que son útiles. Así he escrito seis o siete libros.
En Vallecas
— ¿Cuál es su labor, entonces?
– Vivo en Madrid y trabajo fundamentalmente en la parroquia de San Alberto Magno de Vallecas. Luego, atiendo algunas labores en el extrarradio de Madrid.
— Sigue usted sigue activo, por tanto, a sus 80 años. ¿Mantiene las ganas de seguir?
—Pues de momento sí. El año pasado tuve la gran suerte de ir a Tierra Santa, y ahí medí mi capacidad de aguantar. Gracias a Dios, fue estupendo y una experiencia inolvidable. No voy a decir que hago carreras, ni ando demasiado, ni hago ejercicios bruscos, pero me mantengo bien. De hecho, muchas veces me dicen que no parece que tenga 80 años, lo cual agradezco.
— Se lo confirmo: se mantiene usted estupendamente. Y que sea por muchos años más.