El último adiós: el coloquio final entre san Agustín y su madre en Roma
El día después de la fiesta de santa Mónica, se celebra el 27 de agosto la memoria de su hijo, san Agustín, quien después de llevar una vida libertina, abandonó sus vicios y malas costumbres para bautizarse
En los días finales de su vida, santa Mónica y su hijo san Agustín se encontraban en un albergue en Ostia, el antiguo puerto de Roma, esperando un barco que los llevaría de regreso a su tierra natal: Cartago. Quién le diría a Mónica, que tantas lágrimas y rezos había derramado por la conversión de su hijo, que compartiría un coloquio con él sobre la felicidad de una vida en el cielo, junto a Dios por siempre.
El diálogo entre madre e hijo, inmortalizado por san Agustín en el libro IX de sus Confesiones, es uno de los episodios más conmovedores de la literatura cristiana. En este encuentro, mientras contemplaban el huerto desde la ventana de su alojamiento en Ostia, san Agustín y santa Mónica discutieron sobre la vida eterna y la naturaleza de la felicidad celestial.
En ese momento, el diálogo se transformó en un éxtasis que les permitió vislumbrar la sabiduría de Dios, reconociendo que cualquier deleite terrenal, por espléndido que fuera, no se comparaba con el gozo de la vida futura.
Confesiones de san Agustín
Dejando el pasado, centrados en el futuro
Así, madre e hijo, se sumergieron en una conversación profundamente espiritual, «olvidando las cosas pasadas, ocupados en lo por venir». Se preguntaban, ante la presencia de la verdad, cómo sería la vida eterna de los santos, esa existencia «que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el corazón del hombre concibió» (Corintios 2,9). Con una profunda apertura de sus corazones anhelaban captar, aunque fuera una mínima idea de la grandeza de lo eterno.
'Confesiones' de san Agustín
A medida que discutían, llegaron a la conclusión de que cualquier placer terrenal, por glorioso que fuera, no podía compararse con la alegría de la vida eterna. San Agustín y su madre elevaron su pensamiento hasta contemplar el cielo y reflexionaron que el placer de los sentidos es «ni siquiera digno de ser mencionado» frente al gozo celestial. Se dejaron llevar por una profunda admiración de lo divino, tocando brevemente la esencia de la Sabiduría eterna con «todo el ímpetu de nuestro corazón».
'Confesiones' de san Agustín
«¿Y a mí que más me puede amarrar a la tierra?»
Esta conversación también fue para Mónica un acto de despedida, que selló el final de una vida ejemplar y el cumplimiento de su más ferviente deseo: ver a su hijo convertido y al servicio de Dios. En determinado momento Mónica exclamó: «¿Y a mí que más me puede amarrar a la tierra? Ya he obtenido mi gran deseo, el verte cristiano católico. Todo lo que deseaba lo he conseguido de Dios».
La salud de Mónica comenzó a deteriorarse días después, y pronto la fiebre que padecía, posiblemente causada por la malaria, la llevó a la muerte. Antes de fallecer, hizo un último deseo a sus hijos: que la enterraran donde quisieran, sin que ello les causara pena, y que siempre rezaran por el descanso de su alma. Su cuerpo, venerado en Ostia durante siglos, fue finalmente trasladado a Roma en 1430, donde reposa en la céntrica iglesia de san Agustín.
La última conversación entre san Agustín y santa Mónica en Ostia no solo marcó el final de su vida terrenal, sino que también subrayó la profundidad de una fe que consiguieron compartir. En sus últimas horas, santa Mónica no buscó la comodidad de la vida mundana, sino el consuelo de saber que su hijo había encontrado la verdad y el propósito divino.