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CARTAS DE LA RIBIERAArmando Zerolo

Un pueblo abandonado en fiesta

A la ciudad fui en busca de aire libre, pero en el pueblo tengo que ser el responsable de la censura para que las cosas sean como siempre fueron

Actualizada 19:04

Las fiestas son para los pueblos como la inyección de adrenalina que se inyecta a los infartados. Son la sístole y la diástole de un órgano hipertrofiado, que se dilata hasta el extremo para contraerse hasta el absurdo un mes después. No hay corazón sano que soporte tanto latido.

Porque los pueblos abandonados, o al menos el mío, padecen un flujo migratorio que ninguna comunidad antigua podría soportar. Sufren demasiada inmigración y emigración a la vez, con muy poca diferencia de tiempo. Antiguamente, ante un exceso de inmigración, cerrarían las puertas de la ciudad, y ante una emigración desproporcionada se dejarían morir lenta e irremisiblemente.

Hoy los pueblos despoblados mueren y son invadidos varias veces al año. Es como si un río se desbordase y se secase una semana sí, y la otra también. Un globo inflado y pinchado, y vuelto a inflar para volver a pincharlo.

Y eso son las fiestas de los pueblos en agosto, la de «la Virgen» y la de San Roque, las de la procesión, la misa, las peñas, las banderolas en los balcones, la dulzaina y la jota. La de las casas desempolvadas el viernes para poder recibir a la familia el sábado, la de los quintos del 74, la de los cofrades tendiendo puentes con los muertos, y los nietos emulando Robinsones. Los nuevos aprendiendo a ser viejos, y los viejos despidiéndose de los nuevos.

Los pueblos abandonados, vaciados o despoblados, deben soportar una tensión que no creo que se haya visto nunca en ninguna otra organización de vida humana. Les pasa como a las órdenes religiosas decadentes que, o se convierten en un grupo extremadamente cerrado, o se abren con una energía sobrenatural a una nueva fuente de vida. Les pasa como a todos nosotros, que vamos aprendiendo a convivir con nuestra historia y con lo nuevo, y en ese equilibrio se juega la vida.

Los pueblos vacíos son, por un lado, la caja fuerte donde se guarda la tradición y el museo antropológico donde se custodian los vestigios de otro modo de vida. Parece como si la disolución placentera de la vida urbana debiese retraerse cuando vamos al pueblo. Soy progre once meses, y reaccionario uno, porque a la ciudad fui en busca de aire libre, pero en el pueblo tengo que ser el responsable de la censura para que las cosas sean como siempre fueron.

Y, por otro lado, durante un mes, son como una rave en un descampado de Albacete. Vacíos, yermos, y olvidados, son el escenario de un festival temático que acoge una masa desproporcionada de gente que hace cosas raras.

Los pueblos deben convivir con el sentimiento de la decadencia. Padecen la psicología del moribundo y se debaten entre replegarse defensivamente para que todo se quede como está, o aceptar a los hippies, colonizadores, extranjeros, marcianos o cualquier otro modo de vida que, por la razón que sea, decida acercarse allí. Les toca tomar una decisión imposible, superar una tensión que antes nadie tuvo que afrontar. Las cosas antes crecían o morían, pero no ambas cosas a la vez.

En las fiestas de la Virgen y de San Roque se escenifica el drama de un cambio social que aún no hemos asimilado como país. Los pueblos vacíos se debaten entre preservar las tradiciones, aceptar que la memoria probablemente no durará una generación más, y asumir que, en el mejor de los casos, serán colonizados por veraneantes.

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