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Matilde Latorre de Silva

Un bebé no puede ser un sustituto

Nos quedamos sin compartir una Navidad, el día de Reyes o simplemente sin acompañarlas el primer día de colegio. Nos quedó la vida terrenal, pero tendremos la eterna

Actualizada 13:19

Mi hija María tendría 12 años y vivió unos meses. La sentí, la abracé y la acompañe de la mano hacía la eternidad. Mi hija Teresa tendría 14 y partió al cielo sin llegar a vernos, aunque te acariciaba cuando tocaba mi tripa unos pocos meses. Son mis hijas en la eternidad, en el infinito tiempo de su finita vida. Nos quedamos sin compartir una Navidad, el día de Reyes o simplemente sin acompañarlas el primer día de colegio. Nos quedó la vida terrenal, pero tendremos la eterna.

Mi duelo es un camino sin luz, el tiempo, la fe en Dios y en sus planes y sobre todo dejarme guiar por la Virgen. Me han hecho avanzar y volver a sentir felicidad, encontrar un significado en la vida, porque la vida está llena de supervivientes y mi familia y yo hemos sobrevivido recordándolas cada día.

Ningún padre está preparado para la muerte de un hijo. Se supone que los padres no viven más que sus hijos. En la terapia de duelo a la que asistí por mis tres pérdidas, me hicieron entender lo que nadie era capaz de asimilar, el tamaño de la pérdida de un hijo, que no lo determina la edad del hijo que pierdes, lo determina el amor.

Cada uno de los hijos que tienes te cambia la vida, te enseñan nuevas formas de amar, nuevas fuentes de alegría y nuevas maneras de ver el mundo. Una parte de su legado son los cambios que trajeron a la familia tras su muerte. Somos una familia que tiene la certeza de estar dividida físicamente entre el cielo y la tierra, pero nunca dividirán el amor.

Al fallecer mi hija María, su cuarto lo convirtieron en una habitación de juegos, mis amigas, que recogieron cada faldón, cada patuco, la cuna… Todo lo que yo era incapaz de hacer.

Un día sola en casa, tuve fuerza y entré en ese cuarto. Durante unos minutos, a mi cabeza vino la idea de querer adoptar un hijo, y pensé: «Es la forma de no sufrir la tortura que es el duelo, un bebé siempre aporta alegría y más en nuestro caso».

Esta idea duró unos minutos en mi cabeza, hasta me di cuenta, que quería depositar mis esperanzas e incertidumbres de dos hijas muertas en un bebé sustituto. No era moral, ni ético y mucho menos justo para ese bebé que yo había ideado. No podría sustituir a mis hijas con un bebé al que miraría y acunaría pensando que era la solución a la muerte de las niñas. Cada persona, somos únicas y no podemos ser sustituidas, por mucho dolor que estemos viviendo. El dolor, se enfrenta, se lucha y se sana.

Tras rezar que la adopción de otro hijo iba a ser la decisión más egoísta. Quería dejar de sufrir. Tapar a golpe de talonario un duelo, que debía empezar, transitar y finalizar de una manera sana, por ellas, por los hijos supervivientes y por mí. Nunca se neutraliza el dolor, se aprende a vivir con la añoranza de lo que pudo ser nuestra vida con ellas. Nunca diré que valió la pena, pero sí puedo asegurar que vivo con la certeza de que Dios vivió a mi lado todo el dolor, incluso cuando iba a sus tumbas y gritaba: «¿Dónde estabas el día que mis hijas murieron?». No puedo asegurar la respuesta, pero con el tiempo creo que Él era quien me sostenía. Nunca sustituiré a mis hijas, por aminorar la tristeza ya que ellas viven eternamente.

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