Universidad, familia, y santidad
Cuando don Eduardo murió había visto a unos 500.000 enfermos, que fueron objeto de sus cuidados casi paternales. Murió, con fama de santidad, el 20 de mayo de 1985, cincuenta y cuatro años exactos desde su discurso ante la escultura de Ramón y Cajal
Era el 20 de mayo de 1931. La Segunda República se había proclamado el 14 de abril. En el patio de la antigua facultad de medicina de la llamada Universidad Central de Madrid, en la calle Atocha, se inauguraba un monumento al investigador navarro Santiago Ramón y Cajal, premio Nobel de Medicina. Eduardo Ortiz de Landázuri, vicepresidente de la Asociación Profesional de Estudiantes de Medicina, rama de la Federación Universitaria de Estudiantes, de inspiración izquierdista y republicana, en representación de sus compañeros, pronunció un discurso juvenil y enérgico. Tenía veinte años.
En su discurso, entre otras cosas, dijo: «Al levantar este monumento hemos querido hacer con él patente una ilusión, un ideal de los universitarios españoles –y en particular de los estudiantes de esta Facultad– de amor hacia la Universidad. (…) Este gran amor que sentimos hacia la Universidad es lo que nos movió a tener en esta a Cajal, para que él, que fue el que más alto puso el pabellón de la universidad española, nos guíe en esta lucha que hemos emprendido para engrandecerla».
Bastantes años más tarde, cuando había cumplido los 74, en un acto de homenaje que le tributó la Universidad de Navarra en su Aula Magna, el 13 de octubre de 1984, precisamente el día de su santo, Eduardo, que era ya muy consciente de la situación de su salud, dejó de lado sus papeles para hablar con el corazón; y dijo: «No sé lo que Dios me dará de vida. Probablemente ya no será mucho; no sé, lo que Dios quiera; pero lo que sí puedo decir es que me gustaría que al final me pusieran: éste fue un universitario».
Ortiz de Landázuri pertenecía a una estirpe artillera. El lema de los Landázuri, que campea en su escudo en la villa alavesa de Gobeo –hoy prácticamente un barrio de Vitoria– era y sigue siendo «Antes morir que manchar el vivir». Él cumplió con esa máxima, como antes su padre y su hermana, la beata Guadalupe.
Cuando en 1931 Eduardo entusiasmaba a sus compañeros de medicina, Laura Busca –el apellido es de origen italiano– estaba terminando su primer curso de farmacia en la calle Farmacia de Madrid, porque allí estaba la facultad. Y al año siguiente se alojó en la Residencia de Señoritas, promovida por la Institución Libre de Enseñanza. Se conocieron en 1935 en el Hospital Nacional de Enfermedades Infecciosas (Hospital del Rey), y comenzaron formalmente su noviazgo después de que los republicanos fusilaran al padre de Eduardo el 8 de septiembre de 1936. Ambos habían pasado por una crisis religiosa, y la muerte del padre de Eduardo le llevó a él a volver a la fe, a la que también regresó Laura, que fue testigo personal del sereno comportamiento de Eduardo, y también de las atrocidades que empezaban a cometerse en el Madrid de aquel período.
Para protegerla, Eduardo rompió su noviazgo y le pidió a Laurita que regresara a su pueblo, Zumárraga. Pero, después de la guerra, fue a buscarla, y se casaron en 1941. Laura, aunque era una universitaria, licenciada en Farmacia, culta y cosmopolita, decidió dedicarse al hogar como ama de casa y madre de familia. Nunca le pesó esa decisión. Tuvieron siete hijos de los que cuatro viven. Eduardo ganó la cátedra de Patología de la facultad de medicina de Granada en 1946, y allí vivió con su familia hasta 1958. Fue decano y vicerrector de aquella universidad, y un médico de extraordinaria reputación. El año 1958 Eduardo y Laura, con sus siete hijos, se trasladaron a Pamplona. Él aceptó la invitación para sacar adelante la facultad de medicina de la Universidad de Navarra, que había comenzado en 1954. Y fue decisivo para la puesta en marcha y desarrollo de la Clínica de la universidad.
Cuando don Eduardo murió había visto a unos 500.000 enfermos, que fueron objeto de sus cuidados casi paternales. Murió, con fama de santidad, el 20 de mayo de 1985, cincuenta y cuatro años exactos desde su discurso ante la escultura de Ramón y Cajal. Pero muchos sabían que aún más santa era su mujer. A fin de cuentas como él decía: «Así fue mi vida y el mérito lo tuvo Laurita».
El pasado día 16 de noviembre, el Papa Francisco habló de la llamada universal a la santidad, un mensaje que desde 1928 repitió incansablemente san Josemaría Escrivá, fundador de la Universidad de Navarra, y que fue un asunto muy relevante en el Concilio Vaticano II. Más concretamente el Papa Francisco habló de la «santidad familiar», aludiendo a los matrimonios santos «en los que cada cónyuge es instrumento para la santificación del otro». Pienso que la pareja de Laurita Otaegui Busca y de Eduardo Ortiz de Landázuri es un ejemplo meridiano de esta santidad familiar. De momento sus procesos para declarar oficialmente que vivieron heroicamente las virtudes humanas y cristianas avanzan en Roma en el Dicasterio para las Causas de los Santos.