Quo vadis, Eclessiam?
En la visión del «evangelio progre» en la que nos movemos, la Iglesia católica en particular y la religión en general son unos de los principales escollos para el progreso definitivo de la humanidad hacia un mundo rico, sin dolor, hedonista y antropocéntrico
Debe de ser este el artículo número cien mil uno, que se dedica en los diarios a tratar de analizar la situación de la Iglesia católica en España y en el mundo. Y como el 99 % de ellos, a fin de cuentas, viene a hacer un diagnóstico negativo de dónde estamos. Es verdad que hay algunos otros que se mueven en un cierto triunfalismo, pero tan derrotado por los hechos que no merece la pena dedicarles tiempo.
La mayoría de la gente que escribe sobre la situación de la Iglesia viene a decirnos que está muy mal porque es muy rica, tiene mucha influencia y no ayuda a los pobres (tres falsedades manifiestas para quien quiera informarse). Eso si no entran directamente en los temas de la corrupción moral y económica de la misma, en su «repugnante» pretensión de tener la verdad o en su continuo alineamiento con las fuerzas de la reacción política. En la visión del «evangelio progre» en la que nos movemos, la Iglesia católica en particular y la religión en general –¡cómo si el Cristianismo y el Islam o el budismo fueran semejantes en algo!– son unos de los principales escollos para el progreso definitivo de la humanidad hacia un mundo rico, sin dolor, hedonista y antropocéntrico. La Iglesia, con su insistencia en los ritos antiguos, en las mentalidades pasadas de moda, en las estructuras jerárquicas antidemocráticas, etc., representaría lo peor de un mundo que no se aviene definitivamente a darse cuenta de que está muerto, de que ha pasado.
Pero en realidad no es ese el problema de la Iglesia. Las iglesias no están vacías porque haya manteles hermosos sobre los altares, porque se sigan ofreciendo estatuas de santos a la veneración de los fieles, porque haya curas –¡pocos ya!– que vistan como el código de derecho canónico les obliga, y ni si quiera porque haya prelados y sacerdotes que han olvidado que la jerarquía católica es una jerarquía para el servicio y la caridad («Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos». Mc 9, 35).
No, la Iglesia católica se está muriendo porque los sacerdotes y los obispos, los frailes y los cardenales, han dejado, muchos, de hablar de Dios («Proclama la Palabra, insiste a hora y a deshora, reprende, amenaza, exhorta con toda paciencia y doctrina. Porque vendrá un tiempo en que los hombres no soportarán la doctrina sana, sino que, arrastrados por sus propias pasiones, se harán con un montón de maestros por el prurito de oír novedades;(…) Tú, en cambio, pórtate en todo con prudencia, soporta los sufrimientos, realiza la función de evangelizador, desempeña a la perfección tu ministerio», Tm 4, 2-5) Porque ya no se dedica a predicar el evangelio («Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura. El que crea y sea bautizado se salvará, pero el que no crea se condenará», Mc 16, 15), porque nada nos dice del día del juicio («Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber(…)Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno que ha sido preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre, y no me disteis de comer, tuve sed, y no me disteis de beber; fui forastero, y no me recibisteis…», Mt 25, 34-46), porque no encontramos curas sentados horas y horas en los confesionarios, esperando, mientras rezan a que vayamos a oír aquellas palabras-bálsamo que Cristo les dio en poder («a quienes les perdonéis los pecados les quedarán perdonados y a quienes se los retengáis les quedarán retenidos», Jn 20, 23), pero también porque el pueblo de Dios, los fieles, no estamos a la altura.
No reservamos media hora de nuestros sagrados y hedonistas domingos para ir a la Iglesia a estar con el Señor y amar un poquito a Cristo, decirle que le queremos y hacerle algo de compañía. No seguimos sus mandamientos ni sabemos gustar de sus dones, no recurrimos a la oración salvo para pedir y no queremos dejar de mirarnos el ombligo de nuestro dolor o nuestros pretendidos derechos para darnos a Él y a los hermanos. Sí, la Iglesia está en crisis, y el mundo tiene su parte de culpa, pero de eso ya se nos advirtió, la carne tiene también su responsabilidad y Satanás, sin duda alguna, pero además de todo eso, y junto a los pastores, nosotros, los simples fieles, no podemos aceptar que se enfríe el fuego de nuestra caridad y la firmeza de nuestra fe. Volvamos al amor de Dios y a la oración con Dios.
Finalmente, recordar a los enemigos del concilio Vaticano II, que ven en ese concilio la suma de todos los males que nos aquejan, que no es la primera vez que un concilio crea enormes divisiones en la Iglesia. Quien haya estudiado los concilios de Nicea, Éfeso II (el llamado latrocinio de Éfeso) y Calcedonia, sabe cómo, después de estos concilios, se crearon incluso iglesias disidentes ante las nuevas definiciones de tales reuniones episcopales. En el caso de Nicea, ya existía el arrianismo, pero el postconcilio, con las maniobras de ciertos emperadores, y emperatrices, arrianos o filoarrianos, como Constancio II o Valente, ayudaron muchísimo a su difusión –¡ay el poder político y la Iglesia, qué historia tan convulsa!– de modo que las décadas siguientes fueron peores para la Iglesia. ¡Y qué decir del concilio de Calcedonia que generó toda la escisión de los monofisitas que dura hasta hoy!
Así pues, dejemos de mirar solo a la jerarquía, de la que ya no parece haber mucho que esperar –salvo honrosísimas excepciones– y recordemos que también en la fe hemos de ser adultos, es decir, responsables nosotros mismos de nuestra fe, nuestra esperanza y nuestra caridad, en unión con la Iglesia y bajo el gobierno de la Gracia de Dios.