Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí
Tenemos muy claro que una cosa es hacer el mal y otra muy diferente pactar con él mientras disimulamos ante los demás que somos buenas personas. Este es el gran reproche que Jesús hace a los fariseos
¡Qué difícil es ser coherente con los principios que hemos elegido para regir nuestra vida! No son pocas las veces que nos avergonzamos de nosotros mismos por una conducta o un pensamiento que nada tiene que ver con lo que queremos ser de verdad. Es la condición de la fragilidad humana, que en tantas ocasiones hemos experimentado en nuestra propia piel o hemos visto —a veces con desprecio— en los demás. Tenemos muy claro que una cosa es hacer el mal y otra muy diferente pactar con él mientras disimulamos ante los demás que somos buenas personas.
Este es el gran reproche que Jesús hace a los fariseos, pues no faltaban al más mínimo detalle en la oración, pero sus pensamientos estaban muy alejados de la mente de Dios. No olvidemos que el fariseísmo no es un fenómeno exclusivo del tiempo de Cristo, ya que es un modo de ser muy propio de aquellos que en la vida «van de buenos» y no les duele la conciencia cuando lo que hacen está muy lejos de lo que dicen.
El Señor nos recuerda que lo importante no es tanto ser perfecto o hacerlo todo bien, cuanto ser capaces de reflexionar, y reconocer que si cien veces nos equivocamos o nos caemos, cien veces podremos rectificar e intentar de nuevo volver al camino acertado. No está más limpio el que nunca se mancha que aquel que se lava las veces que haga falta, pues el resultado final es el mismo. Por esta razón instituyó Nuestro Señor el sacramento de la penitencia, por el cual se nos devuelve la limpieza original del bautismo, cuando con corazón contrito entregamos nuestros pecados a Dios a través del sacerdote.
Es un verdadero acto de humildad reconocer en voz alta lo que hemos hecho mal ante otro ser humano, por mucho que en ese momento represente a Dios; y es por esto que muchas personas evitan confesarse para no sentirse juzgadas por nadie. Pero Jesús nos espera en el confesionario para desintegrar nuestro pecado en su sangre preciosa y ayudarnos a no pactar, como hacían los fariseos, con la mentira y con el mal. Ya que no somos virtuosos, por lo menos seamos honestos y pidamos con humildad misericordia, ya que es la única llave que abre la puerta del reino de los cielos. Los fariseos nunca pidieron perdón, pues su soberbia les impidió dejar el escenario del mundo para entrar en la presencia de Dios.