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Albert Einstein en 1921

Albert Einstein en 1921

Tres científicos ateos que negaron a Dios y se tragaron sus palabras

El tópico de que la ciencia podrá demostrar la inexistencia de Dios sigue en boga, a pesar de que intelectuales ateos tan célebres como Einstein o Diderot tuvieron que reconocer que creer en el Creador es más razonable que no hacerlo

El credo cientifista afirma que ciencia y fe se contraponen, e incluso que el progreso técnico y científico podría terminar por probar la inexistencia de Dios. Sin embargo, a lo largo de los últimos siglos, quienes se han aferrado a este axioma han acabado por sufrir humillantes derrotas intelectuales.

La revista La Antorcha, la publicación gratuita que edita la ACdP, recoge para su próximo número, dedicado a diseccionar la relación entre ciencia y fe, tres de estos episodios históricos en los que paladines del pensamiento cientifista como Einstein, Diderot o el considerado padre de la NASA, tuvieron que tragarse sus palabras contra la evidencia de un Dios creador.

El 'zasca' de Euler a Diderot

A mediados del siglo XVIII, la zarina Catalina la Grande quiso convertir la Academia de San Petersburgo en una referencia intelectual. Para ello reclutó, entre otros, al matemático, astrónomo, físico, ingeniero y geógrafo suizo Leonhard Euler, que había ingresado en la Universidad con sólo trece años y tenía fama de ser el matemático más importante del siglo. También recabó los servicios del enciclopedista francés Denis Diderot, ferviente ateo, para que fuera su bibliotecario.

En cierta ocasión, como recogió Dieudonné Thiébault en 1860, Diderot quiso convencer a la zarina de que el ateísmo era la única hipótesis intelectual razonable. La zarina le preguntó si aceptaría debatir esa idea con un matemático, ante toda la corte. Lleno de soberbia, Diderot aceptó…, sin conocer que su contrincante sería Euler, devoto cristiano.

Llegado el momento del debate, para enfatizar que el universo está escrito en lenguaje matemático y, por tanto, tiene un Creador inteligente y no es fruto del azar, Euler exclamó: «Monsieur, (a+bⁿ)/n = x. Por tanto, Dios existe: ¡Responda a eso!». El silencio que generó en la sala la incapacidad argumentativa de Diderot sólo fue roto por algunas risas cortesanas. Tras aquello, Diderot pidió volver a Francia y no regresó a San Petersburgo… aunque siguió cobrando por ser bibliotecario de su academia.

La metedura de pata de Einstein

Durante años, Albert Einstein fue partidario de la teoría del «universo estacionario», que afirmaba que el universo era infinito y eterno, y por tanto, no tenía principio, ni final. Curiosamente, esa afirmación suponía una objeción para su propia teoría de la relatividad, que apuntaba a un universo en expansión a partir de un momento concreto. Para que ambas ideas cuadrasen, Einstein se inventó un «ajuste matemático», que bautizó como «constante gravitacional», aunque pasaría a la historia como «la chapuza Einstein».

En 1922, el codescubridor del Big Bang, Alex Friedman, escribió una carta a Einstein mostrándole su error e indicándole los motivos por los que el universo había tenido un inicio –aunque eso supusiera que había sido creado–. También hizo lo mismo en 1923 el astrofísico alemán Karol Schwarzschild. Y Einstein, simplemente, afirmó que ambos estaban equivocados… sin demostrar porqué.

Sin embargo, en 1931, Edwin Hubble (el padre de la cosmología moderna) invitó a Einstein a uno de los observatorios más potentes del mundo, en California, y le mostró por qué y cómo, en efecto, el universo se expandía. Algo que llevó a Einstein no sólo a reconocer su error, sino a sentenciar: «Ahora veo la necesidad de un principio. Esta ha sido la mayor metedura de pata de toda mi vida».

Con el tiempo, el gran cerebro del siglo XX incluso confirmaría la razonabilidad de creer en Dios al afirmar «ser consciente de la presencia manifiesta de un espíritu superior al del hombre, (…) la presencia de una razón poderosa y superior, que se revela en el universo incomprensible».

El epitafio del padre de la NASA

Wernher von Braun fue un ingeniero espacial germano-norteamericano, considerado «el padre de la NASA» y el artífice de la conquista de la luna. El día de su confirmación luterana, su madre le regaló un telescopio. Pero con los años, abrazaría la idolatría tecnológica y abandonaría la fe. Al menos, temporalmente.

Antes de la victoria de Hitler, Von Braun ya trabajaba como ingeniero del ejército alemán: su obsesión era desarrollar una maquinaria capaz de realizar viajes interplanetarios. Esto le llevó a diseñar para el Reich los cohetes V2, que la Wehrmacht emplearía para arrasar Londres.

Aunque al comienzo de la guerra miró para otro lado ante la barbarie nazi, terminó por mostrar su desafección a la causa del Führer hasta el punto de tener que escapar de la Gestapo. A punto de ser detenido y purgado, logró huir a Estados Unidos donde formó parte del nacimiento de la NASA.

Allí desarrolló el Saturno V, el cohete que llevaría al hombre a la luna, y su desempeño le valdría la más alta distinción científica de Estados Unidos, la Medalla Nacional de Ciencias, y el «bautismo» de un cráter lunar con su nombre.

Su profundización en el estudio del cosmos le hizo volver a la fe: «Me es tan difícil de entender al científico que no reconoce la presencia de una racionalidad superior detrás del universo, como me sería difícil entender a un teólogo que negara los avances de la ciencia», llegó a decir. La lápida de su tumba cita el Salmo 19, 2: «El cielo proclama la gloria de Dios, el firmamento pregona la obra de sus manos».

'La Antorcha'

Si quieres recibir el próximo número de La Antorcha, dedicado a la relación entre Ciencia y fe, y que contará con artículos, entre otros, de Fabrice Hadjadj, Jorge Soley y Enrique García-Maiquez, entrevistas a expertos como el doctor Cabrera o Stefano Abate, y reportajes cuestiones como sobre las bioideologías, el transhumanismo, la teoría del ajuste fino, el microquimerismo, o las implicaciones teológicas de existiesen alienígenas, aún puede suscribirse gratis en el enlace oficial.
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