Memoria histórica
Los 58 días en los que fueron masacrados 108 sacerdotes en Toledo
La Ciudad Imperial se convirtió entre julio y septiembre de 1936 en una ciudad martirial, donde la sangre corría –literalmente– por las calles
Cazar al sacerdote o al religioso. Este era el principal –y siniestro– pasatiempo en Toledo para los milicianos entre el 22 de julio y el 18 de septiembre de 1936. En apenas 58 días, 108 curas (11 maristas, 1 franciscano, 14 carmelitas descalzos, 3 jesuitas y 79 sacerdotes diocesanos) fueron perseguidos como presas, detenidos y asesinados. Sin mediar palabra. Sin mediar, mucho menos, un juicio. Ni siquiera una pantomima que lo simulara. Eran curas, y eso bastaba para sentenciarlos a muerte.
Lo recoge el sacerdote Jorge López Teulón en su último libro, Mártires a la sombra del alcázar de Toledo (editorial San Román). López Teulón, autor de una veintena de obras sobre la persecución religiosa en España en los años 30 del siglo XX y principal experto en la materia, recopila numerosos casos de asesinatos de religiosos en la capital castellano manchega. «Toledo ha recibido diversos títulos: Ciudad Regia, Ciudad Imperial, Ciudad de las Tres Culturas... todavía le pertenece otro: ciudad martirial», escribe el autor, citando a monseñor Jaime Colomina Torner, otro investigador de la persecución religiosa en España.
Vale la pena transcribir literalmente algunos pasajes del libro por su crudeza, como el de Ricardo Pla Espí, capellán mozárabe de la catedral primada, profesor del seminario y consiliario de la Asociación Católica de Propagandistas:
«Valor para sufrir, pero mucho más amor para perdonar»
– Consuelo, sácame la chaqueta; ahora vienen a por mí
Su madre, que está enferma en la cama, dice a su hijo:
– ¿Y estás dispuesto a morir?
– Sí, madre, estoy preparado ya
Consuelo exclama en voz alta:
– ¡Ay, Madre mía, madre de Dios, dame fuerzas!
Don Ricardo le dice a su hermana:
–No te preocupes, te dará más de lo que necesitas
Así se despide de los suyos. Dieciocho vienen esta vez a buscarlo. llaman a la puerta, preguntan por el cura y su padre dice:
– ¡Dejadlo a él y llevadme a mí!
Don Ricardo, desde dentro, exclama:
– El sacerdote soy yo. ¿Puedo despedirme de mis padres?
–No, no puedes, le responden de malas formas
Para entonces, él ya ha besado a los tres y los ha confortado. Su madre está enferma, pero se levanta de la cama como puede, y los tres le acompañan hasta la puerta. Don Ricardo los mira; es una mirada dulce, llena de cariño. Sus ojos brillan con fuerza. Los padres se arrodillan en el portal con los ojos fijos en su hijo, esperando su bendición. Su madre todavía tiene ánimo para decirle:
– Hijo mío, mucho valor para sufrir, pero mucho más amor para perdonar
La madre se dirige a su hijo en castellano; cosa rara, pues entre ellos hablan en valenciano. Pero, sin duda, lo hace para que los que se lo llevan, la oigan.
Los milicianos no soportan el ambiente creado y lo empujan para que empiece a caminar. Los familiares se quedan en el dintel de la puerta. Al llegar a la esquina, Ricardo se vuelve con la misma mirada de antes; es la despedida definitiva. Allí acaba todo. A los cinco minutos, en el paseo del Tránsito, en una gran escalera, lo matan: dos tiros, uno en la frente y otro en el costado. Cuando ve que le están apuntando, grita: «¡Viva Cristo Rey!». El cadáver queda allí tendido.
Todo esto se desarrollaba mientras en el alcázar de Toledo, varios cientos de personas permanecían 70 días atrincheradas esperando ser liberadas por las tropas del general Francisco Franco, hecho que ocurrió el 27 de septiembre.
Beatriz y Gracia Pellicer, autoras de 'Hogares de amor y perdón'
«En cuatro años serán beatificados 4.000 mártires asesinados en España en los años 30»
El caso de Ricardo Pla Espí fue solo uno de los 108 sacerdotes que fueron asesinados in odium fidei en la Ciudad Imperial entre julio y septiembre de 1936. Desde el año 303, la sangre de los mártires no corría por las calles de Toledo. En ese caso fue el martirio de Leocadia. Tuvieron que pasar dieciséis siglos, hasta 1936, para que una nueva ola de odio –y de perdón sincero– embargara la ciudad.