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A san Ignacio de Antioquía se le conoce como Padre Apostólico ya que fue discípulo de los apóstoles san Pablo y san Juan

Ignacio de Antoquia, el primer sucesor de Pedro que fue devorado por las fieras

El español Íñigo de Loyola, fundador de la Orden de los jesuitas, cambió su nombre al de Ignacio en honor al santo de Antioquía, a quien admiró por su amor a Cristo y obediencia a la Iglesia

Ignacio de Antioquía fue un hombre que supo lo que quería: «Estoy pronto a morir de buena gana por Dios (...) no me lo impidáis. Permitidme ser pasto de las fieras». Ninguna queja por su parte, ningún impedimento, ningún lamento. Solamente la claridad de querer ser mártir de Jesucristo, de ser testigo de su Iglesia. Ignacio siguió el ejemplo de Pedro, el primer Papa escogido directamente por Jesús, quien murió crucificado boca abajo, condición que él decidió, ya que no se sentía digno de morir igual que su Maestro.

Roma se convertiría, por segunda vez, en la ciudad que condenaría y ejecutaría al Papa. ¿Lograrían los cristianos resistir en esas circunstancias? Ignacio de Antioquía, quien siempre vio a la Iglesia de Roma como la cabeza de toda la Cristiandad, tenía la respuesta: «Donde está Jesucristo, está la Iglesia»

¿Conoció Ignacio a Jesús de Nazaret?

Ignacio, nacido en Siria alrededor del año 35 d.C., fue el tercer obispo de Antioquía, una de las comunidades cristianas más grandes y sólidas de su tiempo. Aunque los detalles sobre su vida antes de asumir el episcopado son escasos, lo que sí es claro es su profundo compromiso con la fe cristiana.

La tradición y leyendas piadosas sugieren incluso que pudo haber conocido a Jesús en vida, y algunos lo identifican como el niño que el Nazareno puso en medio de sus discípulos cuando dijo: «En verdad os digo que si no os volviereis y os hiciereis como niños...», (Mt 18,3). Sin embargo, esta afirmación no tiene respaldo histórico.

San Juan Crisóstomo llegó a considerarlo discípulo directo de los Apóstoles, aunque tampoco esto puede confirmarse con certeza. Lo que sí es innegable es que Ignacio fue una figura clave en el fortalecimiento de la comunidad de Antioquía, conocida como la «madre de las Iglesias de la gentilidad». Ignacio entendió profundamente esta realidad y se dedicó no solo a cuidar de su propia comunidad, sino a velar por el bienestar espiritual de todos los seguidores de Jesucristo.

No hay información sobre cuántos años ocupó esa posición, ni los motivos de su condena a muerte por las fieras; tras el edicto de Nerón, que declaraba a los cristianos como enemigos del Imperio, cualquier denuncia o mal humor de un gobernador podía ser suficiente para recibir una condena.

Escoltado por «los diez leopardos»

La historia de su martirio se sitúa en Roma, donde se celebraban unas festividades sin igual, que conmemoraban la victoria del emperador Trajano sobre los dacios en el año 106. Estas festividades, que se extendieron por ciento veintitrés días, son recordadas por la cantidad de muertes que se produjeron durante su transcurso: diez mil gladiadores y más de doce mil fieras perdieron la vida en ese circo. Entre las muertes que adornaron esas festividades, se incluyen las de Ignacio de Antioquía y, dos días antes, las de sus compañeros Zósimo y Rufo, quienes también fueron martirizados por su fe cristiana.

El testimonio de Ignacio a través de las siete cartas que escribió mientras viajaba desde Seleucia, puerto de Antioquía, a la capital del Imperio, encadenado y escoltado por un pelotón que él mismo llamaba «los diez leopardos», revelan la actitud de un hombre que se preparó profundamente para enfrentar su destino.

En ellas se percibe la ausencia total de un espíritu rebelde; no hay protesta alguna contra quienes detentan el poder que lo condena, ni muestra de aversión hacia las leyes. Su fortaleza es notable; en sus escritos no se encuentra el más mínimo lamento. Al contrario, Ignacio se siente cumplidor de una misión esperada: ser testigo —en su significado original, mártir— de Jesucristo. La mejor forma de hacerlo, cree, es imitar a su Maestro en el sacrificio.

La contribución de Ignacio a la Iglesia

Una de las contribuciones más significativas de Ignacio a la historia de la Iglesia fue la introducción del término «católica» para describir a la Iglesia fundada por Jesucristo. En una de sus cartas pastorales más conocidas, escribe: «Donde está Jesucristo, allí está la Iglesia católica». Este adjetivo proviene del griego «katholikós», que significa «universal», y refleja la naturaleza de la comunidad cristiana.

Ignacio quiso explicitar que la Iglesia no estaba limitada a un grupo particular, sino que era un espacio para todos: hombres y mujeres, judíos y gentiles, ricos y pobres, poderosos y débiles, libres y esclavos. En otras palabras, la «Ekklesia» fundada por Cristo tenía un carácter universal, donde no cabía la exclusión.

El término «católica» también subraya que en la Iglesia subsiste la plenitud del Cuerpo de Cristo unido a su Cabeza, el propio Cristo, lo que implica que ella recibe de Él «la plenitud de los medios de salvación». Además, la Iglesia es «católica» porque ha sido enviada a predicar a todo el género humano, hasta los confines del mundo.

En su carta a los romanos, Ignacio expresa reflexiones que evidencian la madurez de su fe en los primeros años posteriores a la redención. Reconoce a la iglesia de Roma como la cabeza de toda la Cristiandad y reafirma su convicción de que la comunidad cristiana se construye y vive en torno a la figura de su obispo. Su profesión de fe es tan clara y completa que podría considerarse una anticipación del Credo de Nicea, redactado dos siglos más tarde.

«No me impidáis morir»

Ignacio temía que los fieles romanos intentaran usar su influencia ante las autoridades para salvarlo de la muerte que se cernía sobre él. Por eso, escribió con tonos firmes y amables, impregnados de fe, advirtiendo que su martirio es «la herencia que me toca». Pidió a sus hermanos en la fe que no actuaran en su contra, porque estaba «pronto a morir de buena gana por Dios».

Carta de Ignacio de Antioquía

«No me lo impidáis. Permitidme ser pasto de las fieras. Soy trigo de Dios y he de ser molido por los dientes de las fieras para ser presentado como un limpio pan de Cristo. Yo mismo las incitaré para que me devoren rápidamente. Ahora empiezo a ser discípulo. Que nada, visible o invisible, se interponga en mi camino hacia Jesucristo. Fuego y cruz, manadas de fieras, quebrantamiento de mis huesos, descoyuntamiento de mis miembros, trituraciones de todo mi cuerpo, tormentos atroces del diablo caigan sobre mí, con tal que yo alcance a Jesucristo».

San Ignacio de Loyola, inicialmente conocido como Íñigo, adoptó el nombre de Ignacio en honor a este mártir de Antioquía durante su estancia en París, inspirado por el profundo amor de este segundo Papa hacia Cristo y su lealtad inquebrantable a la Iglesia. Estos valores se convirtieron en pilares esenciales para la fundación de la Compañía de Jesús, que Loyola establecería más tarde, enfocada en la devoción absoluta a Cristo y la obediencia a la autoridad eclesial, siguiendo el ejemplo de su ilustre homónimo.

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