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Luces y sombras a los 20 años de 'Perdidos'
Hasta los mayores amantes de la serie suelen reconocer que el viaje en sí fue más placentero que el destino
Perdidos fue un fenómeno, pero también una anomalía. Mejor dicho: lo inédito fue que un relato tan endiablado y adictivo, de cuyo estreno se cumple estos días su vigésimo aniversario, aguantara con éxito seis temporadas. De hecho, hubo relatos que hoy nadie recuerda que intentaron, con más trompetería que eficacia, emular su triunfo (Flashforward, The Event). Sin embargo, son necesarios muchos matices para enmarcar aquel fenómeno que estos días el periodismo cultural revive con inercia de SEO y cierta desmemoria.
Como cantaba el poeta, nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos, desde luego. Por eso no debemos dejar que la nostalgia nuble las grandezas, pero también las debilidades, de aquel puñado de personajes naufragados en una misteriosa isla. Perdidos aterrizó en las pantallas en el momento adecuado, cuando la televisión iba explorando con fortuna y atrevimiento todas sus posibilidades estéticas, narrativas y morales. El apelativo de «caja tonta» llevaba años siendo subvertido por la audacia de propuestas high-concept como Los Soprano, A dos metros bajo tierra, The Shield, The Office o El Ala Oeste. Desde inicios del siglo XXI se sucedían teleficciones que conectaban con el gran público, ofreciendo un entretenimiento de calidad artística, estirando las posibilidades del medio, como la lucha contrarreloj de 24 o el carisma forense de CSI Las Vegas. Es decir, la televisión llevaba años cocinando un entorno de innovación y creatividad capaz de abrochar el prestigio crítico con el éxito de audiencia.
En ese entorno en ebullición nace Perdidos. Sus primeras temporadas, con su mezcla de drama intenso, gotas sobrenaturales, puzle narratológico y misterio insondable, gozaron de estupendos datos de audiencia. Sin embargo, la sensación de caracoleo en las tramas les hizo pupa. Hubo peña que se salió de la isla al intuir que tantas preguntas abiertas no podrían satisfacerse, que los guionistas habían emprendido una imposible huida hacia adelante. Un dato local puede explicar mejor esto: las dos primeras temporadas de la serie se emitieron por la primera cadena de TVE; la tercera temporada ya pasó al segundo canal, mucho más minoritario. Fue Cuatro, una cadena con una audiencia modesta, entonces aún parte del Grupo Prisa, la que recuperó su cuarta temporada. La cadena desplegó una astuta campaña de marketing y convirtió los enigmas de la isla en emblema para enganchar a una audiencia joven.
¿Cómo es posible, pues, que se hable de fenómeno de masas e hito si la audiencia fue descendiendo? Aquí es donde lo de la «tormenta perfecta» entra en la ecuación. Las últimas temporadas de Perdidos dejaron de ser tan masivas como las primeras, pero contaron con públicos mucho más fieles y activos. Cada fan era un embajador, un activista del vuelo 815 de Oceanic Airlines; menos cantidad, pero más calidad y compromiso con la historia. Entre el 2008 y el 2010, cuando se emitieron las temporadas finales, nos encontramos con el auge de las descargas, con la legitimación cultural de la televisión, con la efervescencia de blogs explicativos y wikis aclaratorias, con un Twitter donde la política no estaba aún tan omnipresente y se discutía de tal o cual teoría sobre el humo negro o la verdadera identidad de Benjamin Linus o John Locke…
El tramo final de Perdidos coincidió, pues, con una globalización de la conversación, en la que la inteligencia colectiva que es la red auscultaba con mirada de cirujano cada fotograma, cada detalle, para aventurar posibles exégesis, proponer respuestas o cerrar agujeros de guion. En este sentido, la propia naturaleza de Lost le iba como un guante al nuevo paradigma: gracias a los packs de DVD (y el P2P) estaba tirado ponerse al día si uno había llegado tarde a esa fiesta en la que todo el mundo decía disfrutar y, además, internet permitía prolongar el disfrute del visionado habilitando espacios de diálogo y desciframiento. Ahí radicaba también parte de la 'experiencia Lost'. Así, la sofisticada arquitectura narrativa (diversas líneas temporales, saltos al pasado, idas al futuro, universos paralelos) se hacía digerible y la ecléctica mitología de fondo (leyes físicas, alusiones bíblicas, referencias filosóficas) podía adquirir un juicio más satisfactorio. La ansiedad narrativa —hay finales de capítulo y de temporada que están entre los más apasionantes cliffhangers de la historia de la televisión— hacía el resto.
Aun así, no fue un plato para todos los paladares, como evidenciaban los decrecientes datos de audiencia. Lo ejemplifica también lo polémico de su final: hubo espectadores frustrados por cómo se respondieron ciertos enigmas o ante el hecho de que los creadores iban cambiando las reglas del juego conforme avanzaba el partido. Hasta los mayores amantes de la serie —aquellos que sí saboreaban todos los matices de la potencia dramática de la serie— suelen reconocer que el viaje en sí fue más placentero que el destino.
El inconveniente de apostar por el trayecto ha sido que Lost ganó su presente, pero perdió la posteridad. Al menos, en parte, si no, no estaríamos hoy hablando de ella como fenómeno. Es decir, a diferencia de obras con mayor empaste dramático, hoy es más difícil convencer a nuevos espectadores de que se sumen al carro de Perdidos, puesto que siempre ronda la sospecha de si merecerá la pena invertir seis temporadas de tu vida en un relato que, quizá, deje un sabor de boca agridulce. Ante la ingente, inasumible, oferta televisiva actual, es lógico que las largas distancias se reserven para clásicos sin discusión (Breaking Bad, Mad Men, Deadwood, The Wire, etcétera) en lugar de para un viaje que fue apasionante durante su emisión, sí, pero que también dejó un buen puñado de descontentos durante su singladura. Puro dilema coste-beneficio.