David Lynch, adiós a uno de los últimos poetas de la imagen
Fallece a los 78 años David Lynch, uno de los creadores audiovisuales dotados de mayor originalidad, inclasificable retratista del horror y la belleza, que hizo historia de la televisión con «Twin Peaks» y legó un par de obras maestras
No habrá consenso en la hora del adiós definitivo. Aunque los genios verdaderos tienen reservada otra eternidad, la que les concede la posibilidad de que el resto que aún permanece, y quienes aún puedan venir después, logren enriquecerse por siempre con la plenitud de su legado. A David Lynch puede considerársele un héroe o un villano, un poeta de la imagen o un mero estafador, pero lo que es indiscutible es que poseía un estilo propio e inconfundible, una personalidad rica, bizarra, exuberante que lo convirtió en un adjetivo, quizá el mayor logro al que puede aspirar un creador.
Lynchiano o lynchesco se dice de determinados momentos, emparentados con el surrealismo, que apreciados en una pantalla, o incluso referidos a situaciones de la vida no tan común, remiten, sin que pueda explicarse del todo la relación, con el universo inclasificable de uno de los últimos genuinos autores cinematográficos.
Como la estela sutilmente embriagadora que deja un perfume, y que remite a un universo particular de sensaciones, hechos o incluso ideas, su obra se compone sobre todo, más que de narraciones acabadas (que también las tiene, y maravillosas: El hombre elefante, The Straight Story), de momentos irrepetibles, retazos de una rara intensidad, a menudo perturbadores, inquietantes, sugestivos (de todos ellos hay un rastro impagable en Terciopelo azul, Mulholland Drive, Carretera perdida o la testamentaria Inland empire).
Me viene a la memoria uno de estos fragmentos, que quizá sea de otra manera, porque aunque la vi muchas veces (impresionado) cuando se estrenó, ya hace tiempo que le perdí la pista. Pero como sugiere Borges, aquello que elaboramos con la memoria cobra casi siempre más sentido que la propia realidad. En Corazón salvaje ocurre un terrible accidente de tráfico. Una de las víctimas deambula desorientada, como un espectro entre la vida y la muerte, el cuerpo cubierto ya de sangre.
El horror de la situación se ve eclipsado por un instante cuando se funde íntimamente con el paisaje desértico, la cálida luz del atardecer y la explosión simultánea de la introducción orquestal con la que se inicia Im Abendrot, la última de las canciones de Richard Strauss, hasta apabullar al espectador. Todo se conjuga en un resplandeciente fogonazo de una belleza inefable, que resume una de las constantes del cine lynchiano, su capacidad para unir repulsión y pureza, en un mismo conjunto.
Un maestro como pocos
Es lo que le proporcionó seguramente pasar sus primeros años en lo más recóndito de Montana. Allí donde la vida parece detenida, donde nunca ocurre nada, la siempre pródiga naturaleza alberga bajo su superficie universos tan fascinantes como la ordenada, laboriosa, dura existencia de las hormigas, insectos que le fascinaron desde niño. Y en la calma dócil de unas vidas campesinas expuestas únicamente a los sobresaltos que a ratos impone la climatología, adivinaba las historias siniestras que a veces se hacían realidad en las páginas amarillas de los sucesos referidos por la prensa local, o en la radio.
Desde Esquilo la ficción agotó el filón de sus posibilidades narrativas: todo lo que se pueda contar, ya estaba en los griegos. Pero aún quedaba una veta abierta a la imaginación, aquella que explora la forma, la manera de exponer unos hechos sabidos, los placeres y tormentos que adornan la vida. Y en eso Lynch fue un maestro como pocos. Véase la peripecia de Twin Peaks, que mantuvo en vilo durante algunas semanas (meses en muchos casos) a quienes se dejaron enredar en ese hilo de Ariadna que se basaba en el misterio acerca de la muerte de Laura Palmer.
El más descarado (y efectivo) cebo de toda la historia de la ficción televisiva. A su autor nunca le interesó el verdadero destino de esta chica, las circunstancias que originaron su violenta desaparición, seguramente ni siquiera se detuvo demasiado a pensar en todo ello. En cambio, qué manera de dibujar, a través de esa alma de pintor, ambientes, de sugerir con trazo sutil el desasosiego, las contradicciones que caracterizan al hombre, con su infinita capacidad para hacer el bien, pero sobre todo para lo contrario.