
El cineasta estadounidense Sean Baker junto al equipo de 'Anora' durante los Oscar 2025
Premios Oscar 2025 No hay películas para viejos, la decadencia de los Oscar
La última cosecha de los Oscar, entre la que se aprecian algunos destellos prometedores, ráfagas de buen cine, personajes e ideas interesantes, no logra hacer disminuir la creciente sensación de que, también en el séptimo arte, cualquier pasado fue mejor
No se me malinterprete, el primer viejo soy yo. Pero el título de aquella película de los hermanos Coen da pie aquí para el juego poco sutil de los titulares. El otro día, al repasar las candidatas al Oscar principal, el de mejor filme, mi mujer me dijo: «¿Anora cuál es? ¿La hemos visto?». Y yo: «Claro que la vimos, ¿no te acuerdas…? la de la puta y el…». «¿Esa no era de la de Ábalos?», me cortó porque a veces ante la más áspera realidad solo cabe ya el sentido del humor.
Lejos de la licencia irónica, ella seguramente la había borrado de su mente porque la premiada última obra de Sean Baker no logró afectarle de ningún modo, ni para bien ni para mal. Esa es una de las peculiaridades esenciales de tantos filmes de hoy: son como el algodón en rama, nada más que agua y azúcar.
Tampoco conviene dejarse arrastrar por la estéril, paralizante, conformista melancolía. En estos tiempos confusos pueden hallarse películas destacables. La misma Anora lo es si se aprecia en su conjunto sin prejuicios.
El final, por ejemplo, en fondo y forma, la redime de algunas de sus imperfecciones hasta convertirla en una historia de amor (quizá imposible, como la mayoría). Sobre su dureza se cuela un hálito poético (esa nieve a través de los cristales del coche) de inesperada ternura para sembrar algo de esperanza entre los humillados y ofendidos de la tierra. El último fundido deja lugar a todas las interpretaciones, incluso las más optimistas.Aunque el zigzagueante viaje hasta la culminación está sembrado de algunos baches que no tienen tanto que ver con el modo de narrar (aquí no hay trampas, se expone de manera lineal) o la singular mezcla de géneros. Debe atribuirse, más bien, a ese placer que algunos directores actuales parecen hallar en desviarse de lo esencial, alargando situaciones, desperdiciando diálogos, componiendo personajes secundarios que restan interés sin aportar algo original o específico a cambio.

Fotograma de Anora
Coppola alza su voz contra los mercaderes
Ese acabado, en tantas ocasiones algo chapucero, es lo que jamás se permitían los maravillosos fabuladores de la época dorada de los grandes estudios norteamericanos, pronto denostados por sus hijos, a los que les parecían prescindibles momias.
Enternece ver ahora cómo, a raíz del reciente premio que le concedieron en los Razzies a la peor película por su espléndida Megalópolis, el antaño revolucionario Francis Ford Coppola, que entonces se sumó entusiasta al asesinato del padre (los Capra, Kazan, Vidor, Stevens, …) por ver de imponerse él y sus compañeros, regresa a atizarle a los productores.

Megalópolis, la última película de Coppola
Acaba de denunciar con amargura, el autor de La conversación, la escasez de miras artísticas de estos modernos mercaderes, volcados únicamente en su avidez comercial, al privilegiar las cintas de superhéroes frente al gran cine que representaría él. Con el ligero matiz recordatorio de que cualquier película de Elia Kazan contenía más belleza, emoción y vida que toda la insufrible saga de vengadores.
Lo cierto es que ni Coppola ni su amigo Martin Scorsese podían odiar seriamente a sus maestros, solo buscaban una oportunidad. La aprovecharon y ahora han llegado los nietos de los primeros, más o menos díscolos, sutiles e inteligentes.
Entre estos últimos se encontraría Brad Corbett, el autor de El brutalista, ese retrato del arquitecto como artista insobornable, capaz de sobreponerse a los gustos de la mayoría para imponer su propia, renovadora visión (vaya, lo mismo que reivindica Coppola). Ya había tenido un precedente muy superior en El manantial de King Vidor. Sin contar con que esta última contaba, además, con el carisma inimitable de Gary Cooper (más la perturbadora presencia de Patricia Neal), un actor muy superior a un Adrien Brody que parece haberse convertido en gran intérprete de un único papel, el de judío errante (de Manolete mejor ni hablar).
Corbett peca en su «Brutalista» de un defecto común a muchos de sus coetáneos. Persigue sin tregua la quiebra del «sueño americano», algo en lo que ya han perseverado tantos colegas suyos, inclusive de las pretéritas generaciones de olvidados maestros (toda la serie B de la mejor cosecha histórica ahondaba ya en lo mismo). Para lo cual, este realizador no duda en recurrir a una burda metáfora sobre el perverso dominio del dinero y la codicia que este arrastra, la de la violación (no diré más para no incurrir en esa majadería del «spoiler»).
El ejemplo real del emigrante Frank Capra
Sobre la ficción inventada del sufridor arquitecto, hay quien preferirá la auténtica y verdadera historia de Frank Capra, aquel niño siciliano que sufrió en sus propias carnes los rigores del racismo cuando su pobre, analfabeta familia emigró a Nueva York. Ya luego, intercambiando viajes y oficios por todo el país, sabría él mismo descubrir la simple grandeza de aquellas gentes laboriosas, innovadoras, luchadoras sobre cuya identidad forjaría su cautivadora filmografía, hecha no de retazos o fuegos artificiales, sino tejida por completo sobre su íntima comprensión de la humanidad, la necesaria compasión con el débil y un torrente de emociones genuinas como las que destila, por ejemplo, la ejemplar ¡Qué bello es vivir!.

James Stewart protagoniza ¡Que bello es vivir!
Quizá lo más parecido a lo que podrían haber realizado los genios de otro tiempo se encuentre en la excelente película brasileña Aún estoy aquí, la mejor sin duda de las contendientes en estos Oscar. El fiel retrato de familia, la insoportable brutalidad del momento histórico, la conmovedora determinación de la esposa que ofrece a Fernanda Torres el vehículo para la gran interpretación femenina del año (le arrebataron el Oscar a ella, no a Demi Moore, por más que esta estuviera espléndida en la delirante «La sustancia», otra buena idea de partida que no se consigue rematar con éxito) consiguen que la emoción crezca en la pantalla, y por momentos hasta se desborde, prácticamente hasta el final.
Pero de nuevo el director, Walter Salles, aquí por un exceso de información innecesaria para el espectador, no logra acaso rematar del todo su trabajo en lo más alto. La aparición de la madre en su vejez era innecesaria, cuando ya estaba todo dicho y bien amarrado, en algunos casos a través de brillantes elipsis. No se le puede dar todo al espectador, que a veces necesita completar ciertos puntos suspensivos.
Por eliminar ese prescindible epílogo ni el relato sobre la protagonista habría perdido ni un ápice de su denuncia, ni tampoco el homenaje postrero al tesón, la justicia y el amor hubiera resultado incompleto.
Dylan, profeta del siglo pasado
Quizá a fuerza de haber visto ya tanto, estas últimas cosechas se antojen por eso mismo incompletas, fruto de esforzados pigmeos (con perdón) en vez de aquellos gigantes eternamente reivindicados por sus beneficiarios, a los que el paso del tiempo no hace más que elevar aún más sobre el resto de mortales en su condición mítica.
No hay ya películas para viejos. O sí. El sábado, cuando por fin se encendieron las luces, tras la proyección de «Un completo desconocido», en los rostros iluminados que aborrataban la sala solo se distinguían surcos. Pero claro, aquellas personas habían sido convocadas allí para admirar no tanto al nuevo niño bonito del cine, Timothée Chalamet, como al huraño anciano objeto de su loable interpretación, un tal Dylan que ya en los 60 le cantaba a los tiempos «que estaban cambiando». De eso hace ya casi un siglo, y la música…