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Millie Bobby Brown y Chris Pratt protagonizan Estado eléctrico

Millie Bobby Brown y Chris Pratt protagonizan Estado eléctricoNetflix

Crítica de cine

'Estado eléctrico', el telefilme que costó más de 300 millones de euros

El último gran estreno de Netflix apuesta por un pasado distópico en otro canto al buenismo un tanto woke

Da gusto descubrir datos como el siguiente: 16 películas han costado más de 300 millones de euros, siempre teniendo en cuenta que las cifras son más aproximadas que oficiales. Entre ellas tenemos un par de Star Wars, muchas de Marvel, dos de Piratas del Caribe y una de Fast & Furious. A todas estas mega producciones se une el último estreno de Netflix, que vuelve a mostrar su intención de competir por la audiencia, aunque sea desde la plataforma y no en las salas.

La película se titula Estado eléctrico, y se estrenó el pasado fin de semana. Así, a primera vista, uno se pregunta en qué se gastaron tantísimos millones porque, más allá de unos espléndidos efectos digitales, en la pequeña pantalla el asunto no pasó de ser un entretenido telefilme con aire de los 90 o, incluso, de los 80.

Quizás se deba a que, aunque de ciencia ficción y con distopía robótica incluida, la trama se ambienta en la última década del siglo pasado, un recurso que Ian McEwan ya usó en su novela Máquinas como yo, y que, en sentido estricto, se llama ucronía, que es una reconstrucción hipotética de la historia: en la peli hubo una tremebunda guerra entre humanos y robots que terminó con estos encerrados en una gigantesca reserva y a aquellos colgados de la realidad virtual.

En Estado eléctrico, en cualquier caso, el argumento es una excusa para construir un vehículo cinematográfico que cumple a rajatabla con los guiones de laboratorio del cine contemporáneo: un chascarrillo y/o una persecución o explosión cada x minutos. El resultado quizás sea predecible, pero no sorprende y así uno puede pasar entretenido un par de horas con encefalograma plano.

En ese sentido, cumple con creces como cine taquillero de Hollywood, con una pareja protagonista con glamour, con estrella. Chris Pratt hace de él mismo de maravilla —en la vieja escuela interpretativa de, por ejemplo, Bruce Willis o Antonio Resines—. Y Millie Bobby Brown, la Once (Eleven) de Stranger Things, vuelve a mostrar esa capacidad suya de encarnar «la princesa está más compungida que triste» en cada plano, para que se note incluso en una tele pequeña que es una chica talentosa. Junto a ellos, unos secundarios eficaces tanto en el papel de humanos como dando voces a los robots.

Porque lo más interesante, solo al principio, es la muestra de un mundo en el que convivían robots y humanos, aquellos explotados hasta que se rebelaron contra el pérfido capitalismo que representa el personaje de Stanley Tucci, malo malísimo por culpa de su insaciable sed de avaricia y poder. Aparte, el espíritu woke de Netflix también asoma la patita en un velado mensaje de dar libertad a los robots para que puedan ser quienes realmente quieren ser y no limitarse a cumplir los dictados de sus programadores. Asombra cómo a estas alturas de siglo sigan reivindicándose ciertas libertades en lugar de una sola libertad. Y, sobre todo, cansa una barbaridad.

Por lo menos en Estado eléctrico el buenismo queda oculto tras una película más o menos entretenida dirigida por los hermanos Joe y Anthony Russo, famosísimos por realizar Vengadores: Infinity War y Vengadores: Endgame —también de las más caras de la Historia; se ve que los tipos no son mucho de ajustar el presupuesto—, y cuyo prestigio algunos no terminamos de entender: este nuevo estreno suyo, como los viejos telefilmes de sobremesa, sirve bien para dormitar un sábado por la tarde, pero uno no termina de averiguar en qué se gastaron tantísimo dinero.

Lo más interesante de la película es el retrato de una sociedad en que la gente vive esclavizada por la realidad virtual. Conectada a un casco que permite dividir la atención entre las necesidades y el ocio infográfico, la gente, casi literalmente, vegeta al borde del apocalipsis zombi. Pero el asunto queda en un segundo plano porque Brown, Pratt y sus colegas robots tienen que salvar y vencer, respectivamente, a la víctima y al villano de turno.

Así, en definitiva, con Netflix ya convertida oficialmente en un gran estudio a la hora de gastar dinero en una hipermegasuperproducción, atisbamos, a lo lejos, algunas ideas interesantes pero, a la postre, nos volvemos a encontrar con la misma película de siempre. Quizás la mejor manera de explicar lo que quiero decir es que no volvería a ver ninguna de las películas que costaron más de 300 millones de dólares.

P.S.: Puedo entender ucronías como la de The Man in the High Castle, serie ambientada en un mundo en el que los nazis habrían ganado la Segunda Guerra Mundial. Lo de situar este mundo en el que conviven robots y humanos en el pasado desperdicia la magia de la ciencia ficción, que es la de presentar futuros más o menos probables.

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