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Henry Fonda, Jane Darwell y Russell Simpson, en el clásico de 1940 dirigido por John Ford

Henry Fonda, Jane Darwell y Russell Simpson, en el clásico de 1940 dirigido por John FordGTRES

Historias de película

La película perfecta de John Ford y su memorable discurso final

Con esta película sobre la pobreza, la dignidad y la familia estrenada en marzo de 1940, el director católico impulsó el cine social estadounidense

Antes de que el concepto resiliencia se pusiera de moda en el siglo XXI, John Steinbeck escribió una novela que trata sobre ese tema en todas y cada de una de sus 619 páginas: Las uvas de la ira. Publicada en 1939, cuenta la historia de una familia de granjeros que se ve forzada a emigrar de sus tierras hacia California en busca de trabajo a lo largo de un sinfín de penurias. La novela le valió a Steinbeck el premio Pulitzer en 1940 y ese mismo año, John Ford la llevaba al cine.

Centrada en el hijo mayor de los Joad, el relato comienza cunando éste vuelve de la cárcel para encontrarse con unas tierras yermas, destruidas por las tormentas de polvo y la sequía que asoló varios estados del medio Oeste americano en 1932. Así que poco después del crac del 29, en medio de un páramo seco, empieza esta epopeya en la que una familia se ve empujada a emigrar desde Oklahoma a California en busca de trabajo. La historia toca los temas que más preocupaba a la América rural de la época: la explotación obrera, la voracidad capitalista, la fuerza de los sindicatos, la emigración, los subsidios, el desempleo… y el hambre.

John Ford se enamoró de la novela de Steinbeck. El via crucis por el que pasan los Joad le recordaba al de tantos campesinos irlandeses que cien años atrás se habían visto obligados a dejar su tierra en busca de un futuro mejor. Como su propia familia de emigrantes, los Joad van hacia el Oeste huyendo del hambre y como el propio Moisés a las puertas de la tierra prometida, muchos se quedan solo a un paso de la dorada California. Porque es imposible ver Las uvas de la ira de Ford sin ver en ella infinidad de resonancias bíblicas. Como es imposible leer Las uvas de la ira de Steinbeck sin percibir en ella todas sus inquietudes políticas.

Con guion de Nunnally Johnson, responsable de las magníficas La mujer del cuadro, Rommel, el Zorro del Desierto, Cómo casarse con un millonario o Doce del patíbulo, música de Alfred Newman y fotografía de Greg Tolland, el de Ciudadano Kane, Las uvas de la ira se elevó como una rotunda obra maestra. Estuvo nominada a siete Oscar: mejor película, actor principal -Henry Fonda-, guion adaptado, sonido, montaje, actriz secundaria -Jane Darwell- y director, y se llevó estos dos últimos. En el caso de Darwell, la intérprete rubricó un trabajo memorable dando vida a la matriarca de los Joad, a esa mujer cuya patria, cuyo verdadero hogar es la familia y que representa, como tantas otras madres del cine de John Ford, la fortaleza femenina que él, injustamente tachado de misógino, tanto admiraba.

Y es que su «saldremos adelante porque somos la gente» de la escena final sigue siendo enternecedor y poderoso. Un final que conmovió al mismísimo Steinbeck que diría del filme: «es más duro aún que mi novela». Porque la de los Joad no es una historia con final feliz. Su vida es un valle de lágrimas. La de la Ruta 66 en la que se cruzan con tantas familias de granjeros como ellos que se dejan la piel y la vida por un jornal. No en vano, ése era el título provisional que Ford tuvo en mente, Highway 66. Porque empieza con la familia poniéndose en camino y acaba de la misma manera. Porque empieza con el segundo de los hijos, Tom, llegando al hogar y termina dejándolo. Porque en su desolación, en esas puertas que se cierran ante sí como se cerraron ante la Sagrada Familia en Belén, los Joad son capaces de encontrar esperanza.

Esta película perfecta no habría sido posible sin el impecable trabajo de Henry Fonda que hizo con su Tom Joad el que es, para muchos, el mejor papel de toda su carrera. Y es que su parlamento final sigue siendo historia del cine: «Tal vez sea como decía Casy. No hay un alma para cada uno de nosotros, solo un pedacito de un alma más grande, un alma común que pertenece a todos. Y entonces… ya no importa porque yo estaré en todas partes, en todas partes… Donde quiera que mires, donde haya una posibilidad de que los hombres coman, allí estaré… Donde haya un hombre que sufre, allí estaré. Estaré en los gritos de los hombres a los que vuelven locos y estaré en las risas de los niños cuando sientan hambre y la cena esté ya preparada y cuando los hombres coman de la tierra que trabajan y vivan de las casas que levanten… Allí también estaré».

Este parlamento es, seguramente, uno de los instantes más cristológicos de la larga filmografía de John Ford que pasó Las uvas de la ira de Steinbeck por la pátina de su fe. Por eso, a lo largo de los años no han parado de hacerse lecturas bíblicas de la película y que se desprenden, por ejemplo, del héroe mesiánico que representa Tom Joad, del éxodo y la tierra prometida, del sufrimiento como redención, del amor al prójimo, del dar la vida por los amigos, de la piedad de la madre y de las diferentes metáforas de la comunión que hay a lo largo del filme.

Pero, más allá de eso, la nostalgia, el lirismo, la belleza plástica, la ternura, el humor y la mirada humanista de Ford sigue igual de intacta en Las uvas de la ira que en el grueso de toda su filmografía. Tal vez por eso sigue siendo el director más grande de todos los tiempos.

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