El Debate de las Ideas
De los 'Nuevos Ateos' a los 'Nuevos Teístas' para acabar con los 'Nuevos Cristianos'
El problema es que, aunque la influencia social benéfica del cristianismo es real, no está claro que se puedan obtener sus ventajas sin una creencia real y personal
El inicio de nuestro siglo asistió a la eclosión mediática de lo que se denominó los 'Nuevos Ateos'. De repente el ateísmo volvía a ser el último grito y los llamados «cuatro jinetes del apocalipsis» - Sam Harris, Daniel C. Dennett, Richard Dawkins y Christopher Hitchens – eran el último grito, lo que había que leer, seguir y comentar con admiración para estar a la altura de los tiempos.
Y no es que brillaran por sus argumentaciones especialmente elaboradas, más bien sucedía lo contrario. Pero hablaban no sólo con seguridad, sino con agresividad, eran buenos oradores y polemistas, y lanzaban ideas superficiales pero eficaces en un momento en que el mundo vivía bajo el impacto de los atentados del 11 de septiembre de 2001 que destruyeron las Torres gemelas de Nueva York. El mensaje era sencillo y directo: la religión era la culpable, la creencia en Dios era la que ha provocado esta y muchas otras tragedias a lo largo de la historia. Sólo rechazando la idea de Dios y el fanatismo que conlleva irremisiblemente el mundo podrá vivir en paz, éste era el mensaje simplista y contrario a toda evidencia que lanzaban a los cuatro vientos y que consiguió captar la atención de tantísima gente.
El Nuevo Ateísmo consiguió una enorme repercusión y, en cierto sentido, lo que ellos pensaban que era un gran éxito. Por ejemplo, los Estados Unidos, considerado un país a salvo de la secularización que ha sacudido a Europa en las últimas décadas, asiste actualmente al declive de la creencia en Dios: los estadounidenses menores de 40 años son la primera generación en su historia en la que quienes se declaran cristianos son minoría.
Pero el Nuevo Ateísmo ha envejecido mal. Sus ideas simplistas y su mirada sesgada y selectiva para silenciar cualquier dato que pudiera poner en cuestión sus tesis han ido quedando cada vez más en evidencia. Como también ha resultado cada vez más manifiesto que los Nuevos Ateos, bajo una capa de brillantez y provocación, no estaban libres de arrogancia y fanatismo. De hecho, su actitud ante quienes se permitían dudar de algunas de sus afirmaciones, especialmente aquellos que venían de sus filas, recuerda poderosamente a las dinámicas propias de una secta, en la que Dawkins y sus compañeros más destacados ejercerían el papel de gurús todopoderosos. Probablemente un momento decisivo en el descrédito del Nuevo Ateísmo fue el rechazo de Dawkins a la propuesta de debatir con el filósofo de la religión William Lane Craig. Fueron muchos los que sospecharon que aquel rechazo estaba motivado por el temor de Dawkins a ver desmontados sus argumentos por un filósofo serio y, de este modo, quedar en evidencia que poco podía ofrecer más allá del eslogan de trazo grueso y la ridiculización más infantil.
En cualquier caso, como hemos señalado antes, los Nuevos Ateos consiguieron, al menos parcialmente, aquello por lo que luchaban y es un hecho que, en Occidente, en las generaciones más jóvenes la creencia en la existencia de Dios no ha dejado de disminuir. Con los resultados previsibles para quien analice la realidad sin sesgos. El efecto atomizador del secularismo es uno de los factores clave en la polarización extrema que se extiende por todo Occidente, y tampoco se entiende la plaga de drogadicción, alcoholismo y los denominados «suicidios por desesperación» que no deja de crecer. Tampoco es casualidad que estos supuestos adalides de la libertad frente al fanatismo religioso hayan sido colaboradores en la emergencia de una nueva intolerancia woke mucho más extrema que la que decían combatir y que incluso los ha convertido en víctimas de las dinámicas canceladoras. De hecho, muchos entusiastas seguidores del Nuevo Ateísmo han constatado la incapacidad del mismo para hacer frente a las amenazas reales que afrontamos en la tercera década del siglo, desde el wokismo al islamismo yihadista. Es el caso de Ayaan Hirsi Ali, antaño parte del grupo de amigos «nuevos ateos» y que ahora se declara cristiana.
A medida que el Nuevo Ateísmo iba declinando fueron proliferando numerosos estudios sociológicos que señalan los beneficios de la religión, tanto como creencia como contemplada como un conjunto de prácticas, para numerosos aspectos de la vida: desde un sano crecimiento en la infancia hasta el aumento del capital social, pasando por la percepción de felicidad individual y también como factor decisivo a la hora de reducir la ansiedad, una de las principales causas de la actual «epidemia de salud mental».
En un escenario de desencanto con el Nuevo Ateísmo y de constatación de todas sus limitaciones, aporías e incapacidad para construir un mundo mejor, unido a una mayor atención a lo que nos enseña la historia, la antropología y las ciencias sociales, ha ido apareciendo una constelación de influyentes autores que algunos ya etiquetan bajo el título de «Nuevos Teístas». Muchos de ellos no afirman la existencia de Dios, algo en lo que prefieren no entrar, sino que sus argumentos se centran en la utilidad social de la religión. Es un hecho que, hasta la nuestra, no ha existido sociedad sin religión (y la actual muestra innegables signos de agotamiento) y, argumentan con datos difíciles de rebatir, el cristianismo es el responsable de que Occidente haya tenido un éxito único en la historia de la humanidad.
Uno de los primeros «nuevos teístas» fue Jonathan Haidt, un psicólogo evolutivo que expone cómo la religión tiene un potente papel para alcanzar una cierta y necesaria cohesión social. Al contrario del eslogan que Christopher Hitchens no se cansaba de repetir de que «la religión lo envenena todo», Haidt explica que es justo lo contrario: la religión es aquello que lo une todo, que nos permite ir en paz, superando el conflicto latente que sólo espera su oportunidad para aflorar de nuevo en cualquier sociedad.
Pero tal vez el más influyente de los nuevos teístas sea el historiador Tom Holland, cuyo libro superventas Dominion, narra, en sus propias palabras, «la fascinante historia de cómo la revolución cristiana cambió el mundo». Holland argumenta que «el impacto de la religión cristiana ha dejado huella en todos los campos del desarrollo humano», un impacto del que no somos a menudo conscientes y que ha hecho de nuestro mundo un lugar infinitamente mejor para vivir que el que nos ofrecen otras alternativas. No es casualidad que Hirsi Ali citara a Holland en su «salida del armario» cristiana.
El problema es que, aunque la influencia social benéfica del cristianismo es real, no está claro que se puedan obtener sus ventajas sin una creencia real y personal en la verdad de éste. Como sostiene Haidt, si millones de personas volvieran a ir a la iglesia, sin importar lo que sintieran en su interior, es casi seguro que obtendrían enormes beneficios tanto sociales como psicológicos. Pero el cristianismo no es un método de armonización social ni una guía para conseguir la felicidad con facilidad; es mucho más: como proclamó Juan Pablo II, «el cristianismo es una persona, una presencia, un rostro: Jesús, que da sentido y plenitud a la vida del hombre». Es por ello que uno puede legítimamente preguntarse si esta valoración positiva de la influencia de la religión, y más en concreto, del cristianismo, con independencia de su verdad, es suficiente; más aún, ¿puede servir para sostener con vida una civilización? ¿No serán los Nuevos Teístas, a pesar de lo acertado de sus reflexiones, como quienes, en la Antigua Roma, defendían por sus consecuencias para el orden social el culto a unos dioses en los que ya no creían? Con escaso éxito, por cierto.
No es de extrañar pues que sean cada vez más los que vean el Nuevo Teísmo como un movimiento importante y en la buena dirección… pero insuficiente. Son personas que quedaron inicialmente fascinadas por el Nuevo Ateísmo, lo que les hizo salir de la posición de indiferencia ante la cuestión de Dios que se tiene casi por defecto en el Occidente en que vivimos. La virulenta negación de la existencia de Dios hizo que se plantearan la cuestión a fondo, que analizaran los argumentos a favor y en contra, y a medida que iban estudiando iban descubriendo que su posición atea contenía errores imposibles de ocultar. El Nuevo Ateísmo empezó a verse más como un ídolo caído que como una teoría liberadora y sin fisuras. Los Nuevos Ateos, al llevar la cuestión de Dios a un primer plano y entusiasmar con sus argumentos a muchos, inadvertidamente les había puesto tras una pista que acabaría llevándoles no sólo hasta un teísmo agnóstico, sino hasta la fe cristiana. Doce de ellos lo explican en una obra colectiva recientemente publicada coordinada por Alister McGrath, Coming to Faith Through Dawkins: 12 Essays on the Pathway from New Atheism to Christianity (Llegando a la fe a través de Dawkins: 12 ensayos sobre el camino del nuevo ateísmo al cristianismo).
El libro recoge testimonios de personas para quienes Richard Dawkins y los Nuevos Ateos fueron decisivos en su camino de descubrimiento y conversión al cristianismo. Se trata de doce hombres y mujeres de cinco países diferentes y de profesiones muy variadas (filósofos, artistas, historiadores, ingenieros, científicos, etc.) que explican sus trayectos del ateísmo a la fe tras desilusionarse con un Nuevo Ateísmo que ya no podía disimular sus falacias. Una conclusión inesperada y en cierto sentido paradójica que vuelve a confirmar que los planes de Dios suelen pillarnos por sorpresa. Diversos comentaristas han puesto de relieve que este libro supone una pesadilla para Dawkins, convertido contra sus deseos en «evangelizador», pero quizás sería más apropiado regocijarnos, con una sonrisa en los labios, ante la imprevista constatación del fino sentido del humor de Dios.