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29 de junio de 2024

William Faulkner, Truman Capote y Ernest Hemingway

William Faulkner, Truman Capote y Ernest HemingwayGTRES

Las estoicas (o epicúreas) rutinas de cinco grandes autores antes, durante y después de escribir

William Faulkner confesó que nunca había escrito en un entorno mejor que cuando trabajó en un burdel

Quizá el más grande (y típico) temor de los escritores es el de la página en blanco. Es el enemigo público número uno de los autores. Casi todos ellos (los que lo tienen) han desarrollado una técnica para combatir al folio maldito o para prevenirlo como hacía Hemingway, que siempre dejaba de escribir cuando todavía tenía algo que decir, de modo que al volver a empezar sabía cómo y dónde hacerlo sin perder el hilo y sin tener que empezar de cero.

Su gran antagonista, horma del zapato, compatriota y contemporáneo William Faulkner, contó en una entrevista que nunca había encontrado un entorno mejor para escribir que cuando trabajó en un burdel: «Para mí, ese es el mejor entorno de trabajo posible para un artista. Te garantiza la independencia económica y te libera del miedo y el hambre; te proporciona un techo sobre la cabeza y lo único que tienes que hacer es llevar unas simples cuentas e ir una vez al mes a untar a la policía local. El lugar está siempre tranquilo por las mañanas, que son las mejores horas del día para trabajar...».

Las mañanas también eran para Hemingway el momento del día ideal por el silencio y la temperatura más fresca que hacía más difícil desconcentrarse. El autor de Fiesta escribía de pie o sentado en sillas altas después de haber escrito en su juventud en los cafés de París. Faulkner admitió que lo único que necesitaba era «papel, tabaco, comida y un poco de whisky». Truman Capote, que decía leer cinco novelas a la semana y todos los periódicos de Nueva York cada día, decía que era un escritor «completamente horizontal» pues no podía pensar a menos que estuviera tumbado, en la cama o en el sofá con un cigarrillo o un café en la mano.

El autor de A sangre fría decía que a medida que avanzaba la tarde pasaba del café al té verde y de ahí al jerez y a los martinis, y que nunca utilizaba máquina de escribir al empezar, sino que comenzaba a mano y luego hacía una revisión completa también a mano: «Me considero en esencia un obseso del estilo y concedo gran importancia a la colocación de una coma, al peso de un punto y coma. Este tipo de obsesiones, y el tiempo que les dedico, me irritan muchísimo».

Hemingway también tenía manías, como escribir siempre con sus pantuflas dos tallas más grandes. Escribía hasta el mediodía (desde las 6 de la mañana y primero a lápiz en papel cebolla) y además de escribir corregía y corregía: confesó que la última página de Adiós a las armas la reescribió 39 veces. T. S. Eliot escribía a mano y a máquina. Dijo que escribió su obra de teatro El viejo estadista con lápiz y papel «sin pulir nada», y que luego la pasó él mismo a máquina antes de dársela a leer a su mujer.

«Cuando paso a máquina yo, introduzco cambios bastante considerables. Aunque tanto da que escriba a mano o a máquina, cualquier composición un poco larga, como una obra de teatro, me exige una rutina horaria, por ejemplo de diez a una. He descubierto que tres horas al día es lo máximo que puedo dedicar a la composición en sí. Después quizá pulo algunos detalles. Al principio me encontraba con que a veces quería seguir escribiendo un rato más, pero cuando al día siguiente veía el resultado comprobaba que lo escrito tras esas primeras tres horas nunca era satisfactorio. Es mucho mejor parar y ponerse a pensar en otra cosa completamente distinta».

John Steinbeck tenía auténtica obsesión por los lápices y la superficie sobre la que escribía. Le gustaba comprarse una pipa nueva cada vez que empezaba un nuevo libro y «colorearla» al fumar mientras lo terminaba. Dijo que pasó muchos años buscando el lápiz perfecto hasta que descubrió que el problema no eran los lápices sino él mismo, porque el lápiz unos días le funcionaba y otras veces no. Guardaba en una bandeja de plástico tres clases de lápices «para días de escritura dura y días de escritura blanda». Compraba cuatro docenas de lápices de una vez y los dejaba de usar cuando los dedos tocaban el metal de la goma. Cada día de escritura utilizaba sesenta lápices diferentes que afilaba con gusto con un afilador eléctrico.

Una auténtica tortura psicológica, que explicaba el miedo y las dudas que confesaba sentir por hacer «este trabajo absurdo» con el que se intentaba «mostrar una imagen de la vida», retirándose de ella y distorsionándola. Un concepto filosófico del oficio de escribir, un auténtico trance, que terminaba cuando terminaba el libro. Un fin que describía como una «muerte real» porque realmente los olvidaba al escribir la última palabra, independientemente de su publicación y/o éxito. Decía que ver los libros que había publicado en su estantería era como ver «cadáveres embalsamados».

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