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10 de septiembre de 2024

Baile en el Moulin de la Gallette

Baile en el Moulin de la Gallette de Renoir

La cultura clásica que la Francia «woke» ahogó en el Sena el día de la inauguración de los Juegos

El río que atraviesa París ha sido una inspiración para los artistas a través de los tiempos que se hundió bajo sus mismas aguas

El río Sena es el corazón de París y de Francia. En algún momento pudo decirse que era el corazón líquido de Europa. Alrededor de él creció la ciudad que llenaron los artistas de todo el mundo, atraídos por su poder creador intangible. Para ser artista había que ir a París y allí se fueron casi todos en distintas épocas de floración artística.

Allí nació la bohemia lejos de Bohemia. Allí nació el impresionismo y las vanguardias. El modernismo y el «art nouveau». El surrealismo y el dadaísmo. El cubismo, el expresionismo y el fauvismo y el simbolismo. Y antes hubo neoclasicismo y barroco, extendidos también por Europa, como el románico o el gótico.

Al contrario que Londres 2012

Todos estos movimientos artísticos construyeron París y Francia más allá de la arquitectura y el urbanismo. Son símbolos irrenunciables de París y de Francia. Pero París y Francia no contó con ellos en su re-presentación ante el mundo con motivo de la inauguración de los Juegos Olímpicos.

El París de postal y de los artistas clásicos que en su día no lo fueron sino la avanzadilla de la modernidad no tuvieron hueco en un momento tan especial. En realidad fue como una renuncia. Londres 2012 recordó su pop y sus iconos con orgullo, al contrario que la París de 2024, que renunció a ellos.

Fue como ir a ver al Bob Dylan de hoy, que se niega a cantar las canciones que subyugaron a la juventud en los 60, y además como si quisiera decir a aquellos jóvenes que ya no lo son que todos aquellos poemas eran mentira. Fue como ver una película de la actual Disney que se avergüenza de sus clásicos.

No aparecieron por allí Alejandro Dumas, ni sus mosqueteros, ni su conde de Montecristo. Tampoco Victor Hugo, ni su Quasimodo, ni su Jean Valjean o su temible Javert. Ni el Zola de Germinal o del J'Acusse; ni Flaubert, ni Maupassant, ni De Musset, ni Merimée, ni Balzac. Ni Cézanne, ni Monet, ni Manet, ni Degas, ni Renoir, ni Caillebotte.

Tampoco Toulouse-Lautrec. Ni Pisarro, Gauguin, Seurat, Boulanger. Ni Proust, ni siquiera Proust. Cómo va a ser Proust que buscaba y retrataba el mundo perdido. Tampoco estaba Malraux, ni Gidé, ni Mauriac, ni Valéry, ni Camus, ni Céline, ni Cocteau. Julio Verne no fue invitado, ni Yourcenar. No estaba Houllebecq, pero sí Annie Ernaux.

Todos ellos, menos Ernaux y acaso la caricatura del pobre Proust (lo que le faltaba), vieron desfilar las barcazas desde el fondo del río contaminado con los ojos fijos y abiertos de los ahogados, como los de Apollinaire, que usó el Sena para cantarle a los amores perdidos en Le Pont Mirabeu. A todos ellos se les imagina tristes porque su Francia les había olvidado.

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