¿Vivimos en una simulación? Descartes y el temor a un genio maligno
Las dudas del filósofo sobre la realidad no dejan de lado la posibilidad de que vivamos engañados y en un mundo que no existe
En su incansable búsqueda de una verdad indubitable, René Descartes se encontró con un problema que, aunque puede sonar a ciencia ficción, ha resonado en la cabeza de multitud de hombres y mujeres a lo largo de los siglos. Para alcanzar su famoso «pienso, luego existo», el francés tuvo que atravesar el arduo camino de la duda y poner en entredicho hasta las apariencias más claras.
Empeñado en su tarea, Descartes expuso los motivos que tenía para ponerlo todo en duda. En primer lugar, reconocía que los sentidos nos pueden engañar. Por ejemplo, el efecto de la refracción en el agua nos hacen ver torcida la ramita que verdaderamente es recta. Después, el filósofo consideró que no siempre es fácil distinguir el sueño de la vigilia y, por lo tanto, no podemos descartar que sigamos soñando.
El último motivo para la duda es el más complejo y aterrador. El pensador, asombrado por los grandes avances científicos del siglo XVII, también destacó en el campo de las matemáticas. Sin embargo, hasta cuestiones consideradas tan evidentes como que los ángulos de un triángulo suman 180º no estaban garantizadas. El motivo, la posibilidad de que el hombre viva bajo el influjo de un genio maligno decidido a engañarlo a perpetuidad.
Esta terrorífica hipótesis apenas se esboza en las Meditaciones metafísicas de Descartes, pero ha hecho correr ríos de tinta. «Supondré que hay, no un verdadero Dios –que es fuente suprema de verdad-, sino cierto genio maligno, no menos artero y engañador que poderoso, el cual ha usado de toda su industria para engañarme», escribía el francés. En ese punto, el «pienso, luego existo» no será suficiente para superar el muro de la duda.
El filósofo se puso en lo peor y no solo señaló que ese genio maligno le engañase respecto a la realidad. Su perversión podría llevarnos a creer falsamente que tenemos «manos, ojos, carne, sangre y sentidos». Es decir, Descartes ha llegado a la conclusión de que pensamos y que, si lo hacemos, podemos concluir que existimos como algo que razona. Pero, ¿y si solo somos eso? ¿Es el resto de la aparente realidad fruto de nuestra mente?
Esta extrema posibilidad se conoce como solipsismo y ha sido retomada con el paso de los años. Si el francés planteaba la posibilidad de un Dios malvado empeñado a engañar al hombre, siglos más tarde la figura de ese genio fue sustituida por la imagen de un cerebro metido en una cubeta y conectado a una máquina capaz de estimularlo. La «víctima» de ese supuesto experimento creería estar rodeado de una realidad absolutamente falsa.
No solo los filósofos se han interesado por este problema, los autores de ficción también han encontrado un buen punto de partida para sus historias y la película Matrix es el ejemplo más claro. En la cinta de los Wachowski todo comienza cuando Neo aprecia los fallos de la simulación y termina por descubrir que los humanos viven conectados a unas máquinas que los utilizan como combustible.
La solución de Descartes
En el oscuro pozo del solipsismo, el francés supo encontrar la luz para superar sus dudas. Aferrado a la verdad de que somos algo que piensa, comenzó a analizar aquello que pensamos, las ideas. Así, alcanzó Descartes la solución y, por el camino, puso sobre la mesa otra demostración de la existencia de Dios.
Necesita el francés algo que garantice que sus ideas corresponden con el mundo real, que existen más allá de él. De esta manera, advierte entre las ideas innatas la de infinito, identificándola con Dios. Descartes aplicará a continuación el principio de causalidad para demostrar su existencia: la idea de infinito no puede haber tenido como causa a un ser finito, por tanto, debe ser causada por un ser a su vez infinito y, como consecuencia, afirmará que Dios existe pues es la causa necesaria de nuestra idea de Dios o de infinito.
De la misma manera, el sujeto es imperfecto y contingente pero tiene la idea de perfección, por lo que Dios tiene que ser causa de nuestra existencia. El Dios afirmado por Descartes es infinito, omnisciente, perfecto y bueno y existe sin duda alguna, no pudiendo ya dudar de que a mis ideas sobre el mundo exterior les corresponde una realidad extramental.
Y, con todo esto sobre la mesa, deja a un lado el francés la posibilidad de ese genio maligno porque «el engaño depende de algún defecto» y Dios, perfecto, no los tiene.