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"...Aquí un trozo de salmo, en esta otra parte otro trozo, esto se sostendrá bien así, esto irá bien con lo que queremos hacer: orar, hablar al vacío para que el vacío limpie nuestra palabra. Te amo. Esta palabra, cuando vuela hacia Dios, es como una flecha en llamas que se hunde en la noche y se apaga antes de tocar el blanco".

Representación de San Francisco de Asís

El Debate de las Ideas

El arte de la pobreza

Decía el filósofo Fernando Inciarte que el arte es un tipo de condensación de la vida. El pensador español se refería a que aquello que condensa posee de forma nuclear la esencia de algo. Condensar y esencia comparten, de hecho, la misma raíz. Así visto, el arte saca a la luz lo esencial de la vida. Es como si los seres humanos no tuviésemos suficiente con vivir la vida, sino que además necesitáramos representárnosla de nuevo una y otra vez, aunque de forma elemental pero compendiosa. Si alguien nos preguntara a los humanos «¿qué es dolor?» bien podríamos señalar El grito de Munch y decir: «Ahí tienes lo esencial». Ciertamente, como le sucede a toda condensación, lo artístico no muestra toda la realidad que se da en la vida. Por eso, el arte, antes que presentar, la re-presenta, y sus productos son, en ese sentido, «representaciones». El arte nunca podría sustituir la vida, porque nunca la alcanza de lleno. Nadie puede vivir en un poema, morir de verdad en una película o enamorarse de un lienzo.

No obstante, el arte tiene el peligro de que, en su representación, y justamente por serlo, falsee la vida. Lo que condensa la esencia puede pervertirla: por escasa, por censura, por ideología. Toda representación es un poco una pérdida de la realidad, o, al menos, el riesgo de esa merma. La más evidente en nuestros días es la «representación política», que también posee las característicos propias de lo teatral.

Todos los octubres se celebra la muerte de San Francisco de Asís. En el imaginario social se asume, aunque no sin matiz necesario, que la pobreza es uno de los grandes carismas de la orden franciscana. Pero poca gente repara que una de las aportaciones históricas de San Francisco fue la importancia de la teatralidad y la representación escénica. A San Francisco le debemos la creación de los belenes, y, según se dice, el primer belén, antes que estatuas fijas, fue uno viviente que probablemente representó lo esencial del nacimiento del Cristo allá por 1223. También es posible que se le deba a los franciscanos la creación del Via Crucis. Y quien conoce la orden francisana sabe de la escenificación que hacen de la muerte de San Francisco.

Sea como fuere, pareciera que al joven Francisco, y posteriormente su orden, le resultara necesario poner dentro de la vida a la vida misma. ¿Acaso no es eso el arte? Sacar lo esencial (muerte y nacimiento) y traerlo al estrado todos los años. En español decimos que una persona teatrera es alguien exagerado en sus gestos, pero aquí, lo teatral, es justo lo contrario, lo parco y concreto por esencial y necesario: nada le sobra.

A nadie se le escapa que vivimos una época en que lo teatral y la representación están en crisis. En la política, en el arte, pero también en la amistad, en el amor de los esposos, etc. Es como si todo gesto humano que implicase un tipo de presentación y una escenificación pública, o ante un público, gozase automáticamente por parte del espectador de una sospecha innata: la de pensar si nos está engañando. Y así pasa: en el arte, en la política, el amor de los esposos, en la amistad.

Sin embargo, existe una segunda connotación sobre el arte. Si el arte es la vida enseñándose a sí misma dentro de la vida misma, todo arte es también un exceso de esa vida. Si fuéramos solo parcos y sobrios, no nos haría falta escenificar el dolor, o el amor, o una guerra. Nos bastaría con vivirlo. Es como si el arte agarrara a la vida en su corazón y ofreciera, en el centro de quienes la viven, a la vida misma su vivir. Esto de dar «vida a la vida» es siempre signo de una abundancia. Una sociedad con poco arte está tan en crisis como una sociedad de espectadores desconfiados por si les están engañado en lo que les están presentando o en quienes les representan.

Si toda representación es un exceso que proviene de una abundancia, se puede también decir que la pobreza franciscana no es tanto tener poco cuanto un tipo de no tener. La pobreza sería aquí no tanto como quien no tiene nada, sino quien no tiene nada que ofrecer a los demás ni a la vida, quien no presenta nada. San Francisco entendió que incluso un Dios en pañales en una situación más que materialmente precaria era todo un ofrecimiento, una riqueza, y que bien merecía sacar su esencia y volver a representarlo. La crisis que vivimos no proviene de una sospecha, sino de la escasez que tenemos para ofrecer algo valioso a los demás.

  • Enrique Anrubia, profesor de Antropología Filosófica de la Universidad CEU Cardenal Herrera
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