Valle-Inclán, un apasionado de los toros que llamaba «cursis» a los antitaurinos
El dramaturgo consideraba «ridícula» su campaña contra la Fiesta. «A mi juicio, los toros es la única educación que tenemos aquí», defendía
El 6 de marzo de 1915, el periodista El Caballero Audaz publicó en la revista madrileña La Esfera una conversación con Valle-Inclán. Revelaba en ella el escritor gallego que sus grandes aficiones eran «la pintura, el baile y los toros» . Con rotundidad absoluta, afirmaba Valle:
«Toda esa campaña que los escritores cursis han hecho contra las corridas de toros me parece ridícula. A mi juicio, los toros es la única educación que tenemos aquí. Una fiesta de toros es lo más hermoso que se pudo imaginar».
Se anticipaba así Valle-Inclán a lo que, veinte años después, dirá tajantemente García Lorca (lo he colocado yo como lema de mi libro Toros y cultura): «Es la fiesta más culta que hay hoy en el mundo».
¿Cómo ha llegado a valorar así los toros un gallego tan refinado estéticamente como Valle-Inclán? Lo aclaró en una olvidada entrevista, firmada por Jotapé: Valle-Inclán y los toros, publicada en la revista taurina semanal La Lidia, el 26 de abril de 1915. (La ha rescatado hace poco la profesora de la Universidad de Santiago de Compostela Amparo de Juan Bolufer).
Comenzaba el escritor afirmando que «la mayor manifestación del arte es la tragedia». Defendía que la cercanía de la muerte es lo que provoca que el público se emocione y ame al héroe:
«En los toros, la tragedia es real. Allí, el torero es autor y actor… Cuanto mayor es el peligro del torero, mayor es la amenaza de tragedia y más grande es la manifestación de arte».
Los toros como modelo
Quería Valle-Inclán recuperar la tragedia, en el teatro contemporáneo. Para ello, señalaba a los toros como modelo:
«Si nuestro teatro tuviese el temblor de las fiestas de toros, sería magnífico. Si hubiese sabido transportar esa violencia estética, sería un teatro heroico, como la Ilíada».
Situaba a la Tauromaquia dentro de la estética quietista, inspirada en el místico Miguel de Molinos, que él había expuesto en su libro La lámpara maravillosa. Por eso, señalaba el dramático estilo de Juan Belmonte como un ejemplo claro de la «transfiguración» o «tránsito», que supone uno de los logros estéticos máximos: suspender el tiempo.
Conocemos la relación de Valle con Belmonte gracias a un libro absolutamente extraordinario, que pronto comentaré en estas páginas: Juan Belmonte, matador de toros. Su vida y sus hazañas (1935), del gran periodista Manuel Chaves Nogales. (El diestro se refiere a este libro como «mis memorias»).
El 28 de junio de 1913, un grupo de escritores y artistas organizaron, en un restaurante de los jardines del Buen Retiro madrileño, un homenaje al joven Belmonte, que los había deslumbrado: el pintor Julio Romero de Torres, los escultores Julio Antonio y Sebastián Miranda, los escritores Ramón Pérez de Ayala y Valle-Inclán.
Los dos últimos fueron los inspiradores del acto. En el texto de convocatoria, lo justificaban:
«Era menester que, en el arte de lidiar reses bravas, se produjese un artista máximo, de no menor jerarquía que otros artistas, de idéntica consideración, en otras Bellas Artes. Y llegó Belmonte, el artista máximo, el redentor que salvó y purificó las corridas de toros de toda fealdad y repugnancia, que parecían serle consustantivas, hasta elevarlas a puro concepto estético».
Belmonte y la estatua de Apolo
El mensaje de los dos Ramones, Valle-Inclán y Pérez de Ayala, estaba muy claro: gracias a Juan Belmonte, la Tauromaquia había alcanzado ya plenamente la categoría de arte. Un reconocimiento intelectual de la Fiesta tan rotundo no se repetirá hasta la generación del Veintisiete, con Ignacio Sánchez Mejías.
Se han hecho famosas las frases que entonces dedicó Valle-Inclán a Juan Belmonte:
«Es pequeño, feo, desgarbado y, si se me apura mucho ridículo. Pues bien, coloquemos a Juan ante el toro, ante la muerte, y se convierte en la misma estatua de Apolo».
Poniéndose «estupendo» –como dice Max Estrella, en Luces de bohemia–, todavía añadió Valle esta frase, dirigiéndose al joven diestro: «Sólo te falta morir en el ruedo». El inteligente e irónico Belmonte supo estar a la altura, en su respuesta: «Se hará lo que se pueda, don Ramón»…
La relación de Valle-Inclán con el mundo taurino no se quedó ahí. Lo cuenta en su libro Recuerdos y añoranzas. (Mi vida y mis amigos) el escultor Sebastián Miranda. En su estudio, se reunían muchas tardes un grupo de amigos: Juan Belmonte, Valle-Inclán, Pérez de Ayala, Julio Antonio, Enrique de Mesa, Luis de Tapia, el torero por vocación Julián Cañedo… Solían discutir los dos escultores, Julio Antonio y Sebastián Miranda, acerca de cuál de los dos sabía más de toros. Para decidirlo, allí mismo toreaban ambos a un gitanillo llamado Montaño, que tenían como modelo.
Participó Valle-Inclán en muchas iniciativas taurinas de este grupo de amigos. Acudieron todos a un tentadero en la ganadería de Aleas y el escritor gallego les sorprendió, como cuenta Belmonte a Chaves Nogales:
«Valle-Inclán tomó parte también en la faena campera, jinete en un brioso caballo que regía diestramente con su único brazo y revestido de un sorprendente poncho mejicano. No olvidaré nunca la catadura extraña del gran don Ramón en aquella jornada, en la que galopó como un centauro o poco menos y nos apabulló luego con sus profundos conocimientos del jaripeo» (una forma de rodeo, que se practica en México y en otras naciones hispanoamericanas).
El 13 de junio de 1915, Valle-Inclán pronunció un discurso en el homenaje al torero Julián Cañedo. En julio de 1919, organizó con Zuloaga una corrida en Segovia, en la que toreó Belmonte. En 1926, acudió a Zumaya, a la fiesta taurina de Sebastián Miranda. Ese mismo año, fue uno de los organizadores de la capea que tuvo lugar en Sepúlveda, para hacer realidad un cuadro de Ignacio Zuloaga.
Nos transmite Sebastián Miranda las palabras de Valle-Inclán, que explican la razón última de su admiración por Juan Belmonte:
«Iré siempre a ver torear a Juan Belmonte porque quiero aprender a bien morir y este mozo heroico, junto con su arte sin parecido, nos enseña a mirar con serenidad a la muerte».
Es la misma lección que saca el lector del Llanto por Ignacio Sánchez Mejías, de García Lorca.
De varias de estas actividades de Valle-Inclán existen fotografías. Lo vemos en un tentadero de la ganadería de Aleas; en la terraza del estudio de Sebastián Miranda; en otro tentadero, en El Escorial, con boina; en la corrida del Centenario de México, con el presidente Álvaro de Obregón, el 20 de septiembre de 1921…
Los cursis antitaurinos
No quiero aburrir al lector acumulando más datos. Sí me parece muy curioso y poco conocido recordar que Valle Inclán llegó a contagiar su pasión por los toros a su hijo mayor. Lo certifica un artículo, publicado en el Heraldo de Madrid del 28 de agosto de 1933, que también ha localizado la profesora de Juan. Cuenta una escena, sucedida en la Cacharrería del Ateneo de Madrid (la sala de tertulias, llamada así por la colección de vasos antiguos que allí se exponen).
El hijo de Valle, que lleva «pantalones Oxford» (estrechos en la cintura, anchos por abajo), es «un muchacho simpático, vivaz»: proclama, delante de todos, que ha tomado la firme decisión de hacerse torero. Se ilustra el artículo con una caricatura, en la que se ve a Valle-Inclán aplaudiendo, con un brazo ortopédico, a su hijo, que está toreando…
No hace falta insistir en cosas bien conocidas, como la importancia del léxico taurino en las obras de Valle-Inclán. Tampoco, en que su obra maestra final es la trilogía narrativa, que titula El ruedo ibérico: el mejor símbolo y resumen de España.
Vuelvo al comienzo. En 1915, Valle-Inclán consideraba «cursis» a los escritores antitaurinos, y su campaña, «ridícula». No podía imaginar don Ramón que, cien años después, nada menos que el ministro de Cultura español seguiría manteniendo esa cursilería y esa ridiculez. Por desgracia, la realidad política española sigue siendo hoy mismo esperpéntica. Haría falta todo el talento de Valle-Inclán para describirla con justeza.