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César Wonenburger
Historias de la músicaCésar Wonenburger

El español que llevó la ópera hasta Nueva York

El martes se cumplen 250 años del nacimiento del legendario cantante, compositor y pedagogo Manuel García, el artista que estrenó El barbero de Sevilla en Roma, y luego llevó Don Giovanni hasta Nueva York, donde bailó con Lorenzo da Ponte

Actualizada 14:14

Retrato de Manuel García

Retrato de Manuel García

Durante el otoño pasado, por iniciativa del reconocido barítono Carlos Álvarez, el Teatro Cervantes de Málaga acogió un par de representaciones de El gitano por amor. Quizá entonces, el cantante andaluz tuviera ya en mente rendirle homenaje a su paisano, Manuel García, autor de la ópera, cuyo cumpleaños se celebra el próximo martes, 250 de su nacimiento en Sevilla.

Aquellas funciones se saldaron con éxito merecido gracias al empeño personal de Álvarez, que las planteó como una extensión natural del curso para jóvenes cantantes que él mismo impulsa en la ciudad de la Costa del Sol. El intérprete no dudó en incorporarse al reparto para añadirle brillantez, experiencia y atractivo, y suscitar de ese modo mayor interés en el público, a menudo poco proclive a las novedades, por más que la obra de García se llegase a ofrecer, en su momento, en diversos teatros de Europa y hasta en México.

Ningún gran teatro español se propone rendirle homenaje

Aquel gesto de Álvarez merecería ahora un cierto acompañamiento, no todas las semanas se conmemora un aniversario redondo, destacado de una de las personalidades esenciales de la historia de la lírica, y no solo en España. Ni el Teatro de la Zarzuela ni el Real parecen tener prevista actividad alguna para recordar ahora a Manuel García: posiblemente trabajen en secreto, aunque por separado, para propiciar que sus próximas temporadas, este mismo año, se inauguren con importantes producciones de alguno de los títulos más apreciables de este autor español.

Il califfa de Bagdad, Zelmira de Azor, La mort du Tasse o Don Chisciotte reclaman nuevas exhumaciones cuidadas, con grandes repartos, directores de altura y una adecuada publicidad que centre su atención en uno de esos personajes irrepetibles que parecen haber pasado de puntillas sobre la historia de nuestro país, mientras otros se beneficiaban de su genio desbordante en distintas facetas de la música, desde la creación a la interpretación, la organización y la enseñanza.

El tenor español Manuel García en el papel principal de Otello de Rossini, probablemente alrededor de la época en que lo representó por primera vez en el Théâtre-Italien de París (1821)

El tenor español Manuel García en el papel principal de Otello de Rossini, probablemente alrededor de la época en que lo representó por primera vez en el Théâtre-Italien de París (1821)

Toda tarea que pretenda divulgar los logros de García resultará necesariamente incompleta, porque no se trata de un artista cualquiera. Si hoy presumimos con orgullo de la generación de los Kraus, Domingo, Aragall o Carreras (al mismo tiempo que se olvida a la anterior, tanto o más destacada: la de Constantino, Lázaro, Viñes, Gayarre y Fleta), convendría saber que antes que todos ellos, uno de los tenores más aclamados de su tiempo fue precisamente Manuel García, todavía hoy, un mito.

El divulgador de las óperas de Mozart en Londres

Solo en su más destacada faceta de cantante, García propició la temprana difusión de las óperas de Mozart (protagonizó las primeras funciones de Don Giovanni, Così fan tute y La Flauta mágica en Londres). Y fue la figura principal del estreno de El barbero de Sevilla, entre otros títulos de Rossini. Más tarde, impulsó la llegada de la ópera italiana a Estados Unidos, al erigirse en una de las primeras luminarias que la escena lírica tuvo en Nueva York.

Rossini lo adoraba, y por eso le reservó la primicia de algunas de sus óperas, como Elisabetta, regina de Inghilterra, en Nápoles, de cuyo Teatro San Carlo se convirtió en una de las principales estrellas bajo contrato del empresario más influyente de la época, Domenico Barbaja (creador de la célebre barbajada, esa bebida que mezcla el chocolate y el café con la leche, muy popular en el siglo XIX).

Evitó la huida de Rossini tras el fiasco de 'El Barbero de Sevilla'

El Barbero, en cambio, se estrenó en Roma, donde cosechó un histórico fracaso, solo el primer día. Cuando ya a partir de la segunda representación, el fiasco inicial registrado en el Teatro Argentina de Roma pasó a convertirse en la obra más de célebre de su autor, Manuel García fue el primero en acudir hasta el hotel donde se hospedaba Rossini. El compositor no había querido ir ese día al teatro para evitar tener que enfrentarse a la hostilidad de un público que, en ese tiempo, asistía a cada función como si allí se dirimiera el próximo destino de la humanidad. Al presentir de lejos a la turba que se aproximaba hasta su establecimiento, Rossini quiso huir. Pero su tenor sevillano lo calmó: la ruidosa comitiva acudía a rendirle homenaje.

El Barbero de Sevilla

El Barbero de SevillaThe Granger Collection

De él se ponderaba, más allá de la belleza, caudal y extensión de su voz, su capacidad para apropiarse de cada personaje, de los que ofrecía casi una recreación «made in García». Privilegiaba la improvisación dentro de los cánones de la época, que permitían cierta libertad al intérprete para incorporar adornos, jugar con el tiempo, extremar la dinámica.

En su moderna concepción del canto, procuraba (en París, Londres, Nápoles, Nueva York) que su propia personalidad, el resultado del estudio particular de cada personaje, aflorase en su estilo. Ponía sus recursos al servicio de la expresión, de la verdad dramática. Por eso sus interpretaciones, portadoras de un sello particular, intransferible, solían acogerse siempre con gran expectación, al menos mientras el instrumento soportó su constante exhibición, sus continuas exigencias.

El estreno americano de 'Don Giovanni', con Da Ponte

Tan reconocido era su talento, que cuando un grupo de empresarios neoyorquinos quisieron llevar la ópera italiana a su ciudad, se propusieron contratar a Manuel García para que hiciera las veces de intérprete y empresario. Tuvo éxito durante varias temporadas, en las que junto a algunas de sus propias obras para la escena propició los estrenos en Estados Unidos de títulos que luego alcanzarían enorme popularidad, como el Don Giovanni de Mozart o La cenerentola de Rossini. Junto al repertorio italiano, también hizo representar varias de sus propias zarzuelas, óperas y operetas españolas.

A la prémiere neoyorquina del Don Giovanni acudieron personalidades como el autor de El último mohicano, James Fenimore Cooper, y hasta el propio libretista de la ópera, Lorenzo da Ponte, que enseñaba literatura en Columbia. Cuando García y Da Ponte se encontraron, ambos se pusieron a bailar Fin che dal vino, el aria en la que don Juan da febril cuenta de su omnívora pasión por los placeres. Al cantante que mejor supo encarnar al eterno seductor según los testimonios históricos no le eran del todo ajenos. Fue un impenitente seductor.

España le inspiró varias de sus óperas y zarzuelas

¿Y España, dónde quedaba? García jamás dejó de sentirse español. Compuso obras que engarzan el alma popular de su patria, con sus propios estilos y formas musicales, en el engranaje internacional de la ópera de su tiempo, hasta casi el final de sus 58 años. Pero más allá de lo que le debía a su temprana formación en Sevilla, Cádiz, Málaga y luego, en Madrid, donde fue una gran figura, siempre sintió que, aquí, ni se le valoraba en su justa medida ni su talento hubiese podido madurar ni desarrollarse como lo hizo en ambientes más propicios para la apreciación de su arte.

Un espíritu perfeccionista, exigente, empeñado en la búsqueda de la excelencia requería batirse con los mejores. El exilio para él se convirtió casi en una necesidad, por más que algunos citen los problemas familiares (en España se le recriminaba el abandono de su primera mujer por la amante, que luego sería esposa), su mala cabeza para los asuntos más cotidianos, como la causa esencial de su partida.

De la grandeza de García daría buena cuenta otra circunstancia excepcional: la hereditaria prolongación de su genio. No en vano, Franz Listz, que conoció y trató a los tres, afirmaba que los dones de las célebres hijas del sevillano, dos de las cantantes más reputadas de su época, María Malibrán y Pauline Viardot, era la consecuencia lógica del talante del padre. La exquisita formación que les ofreció a ambas, basada en una férrea disciplina, constituyó la base de su célebre método de canto, con el que ayudaría a otros intérpretes a afrontar una carrera con seguridad. Educador constituyó la última faceta de este imprescindible artista español cuya apasionante vida serviría para una serie.

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