Ficción / Narrativa
'La última rosa', o la sencilla persuasión de la belleza
En su última obra en prosa, Jesús Montiel escribe, al hilo de las fotografías de Josef Sudek, un tratado sobre lo esencial, lo que muere y lo que comienza en la sencilla cotidianeidad de nuestra vida.
pre-textos / 108 págs.
La última rosa
Uno de mis hijos levanta la almohada bajo la que me escondo y después sonríe mientras el sol aureola su cabecita. Los ángeles del último día abrirán del mismo modo nuestros sepulcros
Todo lo que escribe Jesús Montiel (Granada, 1984) golpea por su belleza, y por la búsqueda de la verdad que trasluce. Sus libros de «narrativa» –me resulta difícil encuadrarlos en esa categoría, como tampoco encajan en la de «prosa poética», aun teniendo características de ambas… quizá la definición más atinada la da Juan Marqués cuando dice que «literatura es una palabra muy pobre y pequeña para lo que él hace. Lo suyo es vida escrita, una ventana abierta a todo lo que importa»– van conformando una obra única y total, un «libro de libros» que recoge una mirada peculiarísima, propia, esencial.
Una fotografía del checo Josef Sudek –además de ilustrar portada y título– enhebra las reflexiones del autor, que sólo en una lectura superficial parecen dispersas. Hay todo un tratado, en realidad, sobre la muerte y la resurrección, en este libro de apariencia sencilla que recoge notas de la cotidianeidad: los hijos y el trabajo, los padres y la esposa, los paisajes y las lecturas, los vecinos y los desconocidos.
«Creo que si uno acerca el oído a estas páginas podrá escuchar un escándalo de cascotes desplomándose. (…) Todo nacimiento, en este mundo, anda mezclado con la violencia: el sufrimiento de un árbol al que han talado con un hacha prologa el fuego reconfortante de una chimenea. La ruina es el estiércol de lo nuevo, siempre», dice al comienzo.
Y es, quizás, el mejor resumen de las páginas que siguen: el final y el principio, lo que muere y lo que renace. No es casualidad tampoco que el libro comience en otoño («la última luz, el último octubre, la última página») y termine en primavera. Ese recorrido vital y de sentido es, también, el recorrido del libro.
Resulta difícil escribir sobre este libro, escribir sobre la obra de Montiel. Hay que leerle. A ser posible, en silencio y con una vela encendida. Su escritura es indistinguible de la vida en muchas de sus facetas, y por eso se resiste al análisis académico, a los lugares comunes del reseñista.
Hay una continuidad con obras anteriores, singularmente con Sucederá la flor y con Lo que no se ve. Y una diferencia, también: una muerte y un nacimiento. El autor se pregunta por el sentido de su obra, por la influencia de lo que él cuenta en sus lectores. Por la verdad, al final: por la verdad que busca, por la que sostiene la vida, por la verdad que él intenta decir en sus obras, sin medias tintas, sin complacencias.
No es una lectura apta para conformistas, para acomodados. No es, desde luego, literatura de evasión. A través de su escritura, Montiel nos muestra la trabajosa búsqueda de la sencillez, de la verdad, de la belleza, de la vida plena, sin prejuicios ni excusas: «Soy lo bastante tonto para apartar a un hijo si se interpone entre mis ojos y el libro. Para seguir leyendo acerca del amor cuando el amor está a mi lado. Lejos de las páginas. Todos los días entrego el tesoro a cambio del mapa».