Clásicos / Novela
La hilarante búsqueda de un personaje, que además era su autor
Este 2021 conmemoramos el centenario del escritor guatemalteco Augusto Monterroso, referencia inexcusable para cultores y consumidores voraces de esas miniaturas literarias que hoy llamamos microrrelatos
cátedra / 208 págs.
Lo demás es silencio
Estamos a las puertas de un augusto aniversario. El próximo veintiuno de diciembre se conmemorará el centenario de este escritor guatemalteco, maestro de la brevedad, que ha alcanzado la categoría de clásico contemporáneo. Para bien (y para mal), la agigantada celebridad de «El Dinosaurio» ha extendido su fama entre el gran público y lo ha convertido en referencia inexcusable para cultores y consumidores voraces de esas miniaturas literarias que hoy llamamos microrrelatos.
Pero la alta consideración de su obra —contenida, concisa, minuciosamente elaborada a lo largo del tiempo— recibió también la admiración y el elogio de algunas de las voces más destacadas entre los autores coetáneos del momento. García Márquez, Carlos Fuentes, o Isaac Asimov, entre otros, dejaron elocuentes testimonios del impacto que les había supuesto su lectura. El propio Italo Calvino manifestó públicamente su incapacidad para igualar la maestría monterrosiana en el arte de decir más con menos. Por su parte, el premio Cervantes Sergio Ramírez –recientemente exiliado en nuestro país, debido a la persecución del régimen dictatorial de la familia Ortega— le adjudicó el importante papel de haber otorgado carácter universal a toda la cuentística centroamericana, «por su unidad, por su independencia de estilo, su modernidad y su profunda ironía».
No hay tipo humano, realidad, o institución que quede indemne ante su vivaz mirada crítica
Ahora bien, el libro que hoy rescatamos, aparecido en 1978, presenta cierta excentricidad en el conjunto de una producción literaria, ya de por sí excéntrica en muchos sentidos. Se trata de la única novela que escribió y, por eso, supone la exploración de un territorio diverso al de las dos modalidades que cultivó con mayor frecuencia: la narrativa breve y el ensayo. Con un irrefrenable sentido lúdico, que es marca de la casa y que hunde sus raíces en un diálogo constante con la obra cervantina, Monterroso plantea toda la compleja estructura de Lo demás es silencio como el resultado de una afanada indagación para reconstruir «la vida y obra de Eduardo Torres», célebre escritor y figura intelectual destacada en la ciudad ficticia de San Blas.
En asombroso juego metaficcional, la obra se disfraza como una variada compilación de textos procedentes de diversas voces. La atribución de la cita que da título a la novela, deliberadamente errónea, y el prematuro epitafio marcan, desde los mismos liminares del volumen, la búsqueda de un lector cómplice capaz de descubrir las artimañas intertextuales que caracterizan el microcosmos creado por Monterroso. Del mismo modo, el índice onomástico final, la bibliografía que le acompaña, el listado de abreviaturas e incluso la cuarta de cubierta con las palabras de un nuevo apócrifo, son elementos que, además de componer un velado homenaje al Quijote, contribuyen a intensificar las complejas relaciones entre ficción y realidad que desarrolla el relato.
Testimonios, selectas y aforismos
El grueso de la novela lo constituyen el conjunto de «Testimonios», que forman su Primera Parte, y una selección de escritos del propio Torres, incluidos en la segunda y tercera. De entrada, cabría esperar que aquel primer apartado coral diera acceso a acontecimientos destacados, a valoraciones que ponderaran el talento y las aportaciones del protagonista, o a impresiones emotivas sobre su figura. Nada más lejos. Desde las diversas perspectivas ensambladas, mediante la recopilación de estos escritos procedentes de un amigo, de su hermano y de su secretario particular, así como por medio de la transcripción de las declaraciones grabadas a su mujer —extraordinaria muestra de la capacidad camaleónica del escritor para retratar un estilo oral en el que se refleja un universo mental anodino—, se diluye cualquier atisbo de grandeza en el personaje biografiado. De esta forma, los recuerdos y declaraciones se convierten en un desmadejado revoltijo de sucesos privados, que nos trasladan el mundo cotidiano e íntimo de Torres y proyectan un medio chato y con frecuencia mezquino, caracterizado por la banalidad, la hipocresía y las vanas aspiraciones.
La segunda y tercera parte de la obra, «Selectas» y «Aforismos, Dichos, etc.», agrupa una variada muestra de los escritos del erudito de San Blas, que harán las delicias del lector. Aquí se halla el mismo origen de este personaje. En efecto, Monterroso lo había ideado veinte años antes de la aparición de esta novela, atribuyéndole algunos disparatados artículos de crítica literaria y breves ensayos, que fueron publicados en la Revista de la Universidad de México y que se incorporaron, de manera natural, a la poliédrica y fragmentaria condición de una novela tan poco convencional. Además de la paródica desmitificación del mundo académico, estas secciones son una excelente muestra de la impronta libresca que acompaña a la creación monterrosiana y que permite establecer un hilo de continuidad con la obra de Borges. Por su parte, los microtextos sentenciosos de Torres, muy en la estela ramoniana, constituyen una maravillosa colección donde se aúnan, de manera sorprendente, la estupidez y el ingenio. Y es que, como apunta Villoro, «el humor de Eduardo Torres tiene la difícil cualidad de parecer involuntario».
La obra se disfraza como una variada compilación de textos procedentes de diversas voces
Fiel heredero de la mejor tradición satírica —Persio, Juvenal, Quevedo, Swift…— Monterroso, a través de la reconstrucción de este alter ego caricaturesco, no deja títere con cabeza. No hay tipo humano, realidad, o institución que quede indemne ante su vivaz mirada crítica. El instrumento es una comicidad que aparece en todas las modalidades imaginables: desde la obscena procacidad, hasta la más sutil e hiriente de las ironías. Por eso, Lo demás es silencio no es plato para todos los gustos, hay que estar dispuesto a salir a su encuentro «manos arriba» —Gabo dixit— con la seguridad de que, en el momento menos esperado, alguna de sus afiladas saetas golpeará donde más nos duele: el propio orgullo. Y entonces, para colmo, quizá solo nos quede como único consuelo ese que suele atribuírsele a los tontos.