Concierto en Dios mayor
José Mateos no se conforma con ser poeta indiscutible, pintor sensible, aforista fino, editor de culto, narrador hondo y dramaturgo de impacto. Él aspira a hombre que aspira a Dios, nada menos.
Pre-Textos / 100 págs.
Tratado del no sé qué
José Mateos (Jerez de la Frontera, 1963) podría estar muy satisfecho de su obra lograda y no sería vanidad. Su poesía es admirada por quienes más saben, su editorial «Canto y cuento» tiene un catálogo exquisito, pinta con temblor, ha estrenado como dramaturgo, sus aforismos los citamos con reverencia, etc. Pero él, que tampoco cae en el vicio paralelo del lamento, en absoluto, sigue siendo, sobre todo un hombre que busca. Que busca a Dios entre la niebla. Incluso entre la niebla de un libro tan lúcido como éste.
Como yo estoy envenenado de literatura, me admira en primer lugar la calidad de página que ha logrado. En Tratado del no sé qué está su mejor prosa, y ya es decir. Va de vuelo, como la poesía de san Juan de la Cruz. Cuánta transparencia; aunque su desnudez conlleve una esmerilada retórica que apenas si lo es porque resulta necesaria, imprescindible.
Mateos busca un Dios que ignora: «Lo que busco es esa sabiduría que emana de lo que no se sabe». No parece importarle que no exista: «Dios no existe. Dios es un resplandor que brilla por su ausencia… Ama… pero sin que exista un Sujeto desde el que ama», afirma. En consecuencia, la Trinidad ni la mienta. Tampoco el misterio de la Encarnación. «La naturaleza esquiva de Dios» es su tema, a medias maldición, a medias bendición. Concibe que «el modo más auténtico en que le es posible a la Historia sentir la presencia de Dios es la rememoración de un olvido».
En «Tratado del no sé qué» está su mejor prosa, y ya es decir. Va de vuelo, como la poesía de san Juan de la Cruz
Tampoco se siente acompañado en su búsqueda ni por una fe («Cuando mejor reza el hombre es cuando reza a nadie») ni por una Iglesia («Las religiones crean dioses ruidosos y atronadores»). En cambio, la esperanza y, sobre todo, la caridad le acogen en sus brazos. La esperanza: «Si a la tarde de nuestra vida fuéramos examinados de amor, todos seríamos culpables de traición o indiferencia. Pero afortunadamente para nosotros, de amor —como dicta la justicia— sólo puede examinarnos el amor» Y junto a la esperanza, el amor: «La muerte […] se exaspera cuando, teniendo poder para quitarle sentido a todo, no puede quitárselo al amor».
Como lector, no necesito echar a un lado mis certezas tridentinas ni mi catolicismo a machamartillo para reconocer que, además de los innegables méritos literarios de José Mateos y de la finura de su inteligencia, hay un genuino valor religioso y ejemplar en esa soledad suya que busca. Con un tono que recuerda los aforismos de Antonio Porchia, confiesa: «A mi pensamiento, el camino lo ha dirigido siempre a donde se dirigía el camino». Por eso él sospecha de los puentes y se interna campo a través.
Lo primero que hallamos gracias a ese itinerario suyo por su cuenta y riesgo es un rechazo a la ceguera por defecto de nuestro tiempo. Diagnostica: «Gran parte de la violencia verbal, de la agresividad que genera hoy el cristianismo en Occidente proviene de esta incapacidad para escapar de él. Las principales conquistas de las que se enorgullece nuestra época —la libertad de conciencia, la organización racional de la sociedad, la igualdad de los seres humanos que hace posible la democracia, el socorro social, etcétera— se alimentan de un sustrato cristiano y hubieran sido impensables en otra tradición». No es un problema social sólo: «[El hombre] ha sido obligado a vivir una doble soledad: la de sentirse solo ante Dios y la de sentirse solo en un Mundo que ha prescindido de Dios».
Hay un genuino valor religioso y ejemplar en esa soledad suya que busca
No se queda en la crítica panorámica, hay un reencuentro íntimo: «Mi conciencia es sólo el espacio donde recobro mi identidad perdida a cada momento. La aventura interior de un rescate». Éste pasa por la humildad, rayana en el anonadamiento. «Dios nos quiere pequeños, pequeñísimos, casi invisibles, porque sólo así puede vernos». La sombra de Simone Weil, filósofa tan cercana a Mateos, se nota: «En esta vida tenemos una única obligación: dejar de existir». Pero ser poeta, salva a Mateos del magnetismo del nihilismo: «Yo existo para eso, para ser la ventana por la que ese Dios se puede asomar a ver el mundo que ha creado». Y le conduce a una reconciliación con el cuerpo: «El cuerpo no es el negativo del alma. […] El amor, por ejemplo, saca del cuerpo un resplandor descarado mientras la depresión o la locura lo oscurecen».
Lo que va encontrando por su camino fuera del camino es genuinamente valioso, auténticamente espiritual, verdadero para todos. «La voz de Dios sólo se escucha obedeciéndola», escribe, y adivinamos, porque entreoímos esa voz, cuánto la ha obedecido el escritor. Contra nuestra satisfacción de lectores, nos advierten las últimas palabras del volumen: «Qué triste estar preñado de Dios para, después, dar a luz… un libro». Quiere advertirnos de que su búsqueda no ha terminado, sí, pero también que tampoco podemos conformarnos nosotros con la lectura de… un libro. Sin embargo, precisamente como en un embarazo, leyéndole hemos sentido las palpitaciones, los latidos, las pataditas…, la vida abriéndose paso: la luz a punto.