«La bajamar», cosas que no se cuentan en voz alta
Aroa Moreno firma una intensa y a ratos manierista novela con tres generaciones de mujeres vascas separadas por el trauma, el silencio y la incomprensión
No sabemos hasta qué punto heredamos el trauma, aunque los psicólogos sí saben que un duelo atrasado puede estallar en diferido, en el momento menos pensado, cuando todo parecía atado y bien atado por nuestra parte. Dar entonces con los motivos pasa a ser una cuestión existencial.
Adirane, una de las tres protagonistas de La bajamar, segunda novela de Aroa Moreno Durán (Madrid, 1981), se encuentra en ese punto justo. Un cambio en su propia vida, la maternidad, la pone en el disparadero de sus contradicciones. Su reacción es visceral y aparentemente antinatural: renunciar a su propia familia en Madrid, a su pareja y a su hija de pocos meses, para reencontrarse, tras años de vacío y silencio, con su madre y su abuela en un pueblo vasco con mar en el que algún tipo de duelo (en sus dos acepciones principales) ha quedado irresuelto.
La bajamar, novela a tres voces (la abuela Ruth, la madre Adriana y la hija, a su vez madre reciente, Adirane), nos mece entre los secretos de sendas generaciones de mujeres en busca de un destilado sobre la compleja idea de maternidad. Tres mujeres esquivas, celosas de lo suyo, obligadas a dar y darse explicaciones, a decir su historia para conquistar algo parecido a la paz. Aunque al principio cueste entrar en este flujo de corrientes, en las tres voces narrativas que se alternan en todo el texto como lo hacen la bajamar y la pleamar en la costa, la estructura queda establecida con una cadencia fiable y Moreno va desarrollando cada uno de los pequeños dramas de sus tres protagonistas con progresiones también ‘marinas’: a cada historia le corresponde su propio coeficiente de marea.
Literatura Random House / 192 págs.
La bajamar
Tres mujeres, tres circunstancias y tres modos de encajarlas; las tres, en cierto modo, reflejos de su época. Así, de la Guerra Civil y la posguerra al Madrid actual, pasando por el silencio en torno a ETA de los Años de Plomo, la memoria histórica se mira en estas tres vidas concretas, con un potente paisaje de fondo. El clima que rezuma la novela es uno de sus aspectos más atractivos: no el clima en tanto tono narrativo sino en tanto climatología y paisaje como tal. Verdín, humedad y limo, chimeneas industriales y naves descuajeringadas tras la reconversión, que espejan de manera romántica la depresión ansiosa de Adirane, la madre que huye de Madrid para recalar en Pasajes, el pueblo «partido en cuatro» donde la aguarda otra madre igual de perdida. Madres paralelas condenadas a converger.
Especialmente emotivos resultan los titubeos de ambas para restablecer contacto sin herir a la «oponente». Y ese pugilato generacional en torno a la idea de maternidad y entrega: «En realidad, sueno como si repitiera un secreto evidente gritado por generaciones de madres a las que no se les ha prestado atención. Pero tampoco es esto, le digo. No puedes alejar a tu hija de ti».
Visto desde fuera, tratando de distanciarse del relato, La bajamar participa de una generación que ha hecho de la normalidad de sus abuelos un drama generacional. Las dos experiencias más naturales hace un siglo, casarse («nos casaron como gatos», recuerda un personaje de Fortunata y Jacinta) y tener hijos, son las más extremas hoy día, a juzgar por el debate y la patologización o, como mínimo, morbosa obsesión, que ha cundido respecto a ambas en cine, literatura y debate público. El libro de Aroa Moreno participa de esa «normalidad patológica» del millenial; del debate sobre el concepto de mujer, maternidad y cuerpo en el que anda enroscada buena parte de la literatura del yo.
En ese sentido, el apego de Moreno a sus personajes es una forma de protección y hurta ciertas piezas del tablero en favor de una prosa tensa, emotiva, empática, poética (manierista a ratos) pero que, como en tantas obras de su tiempo, del nuestro, jibariza la comprensión desapasionada de fenómenos complejos. En esa autoindulgencia de «abrirse en canal» y mostrar las vísceras de un personaje no siempre hay una posibilidad para la cirugía reparadora.
Nada va propiamente mal en este libro; es decir, todo está bien dentro de su lógica. Sólo que para mi gusto el exceso de identificación y empatía sin fisuras que busca conectar autor, protagonista y lector, tan propio de la literatura del yo (y ésta lo es, aunque no tenga por qué ser auto-ficcional), resta capas al asunto. Faltan pliegues por donde colarse mediante la ironía, el cinismo, la duda, el juicio, el desconcierto, la exploración, la honestidad o los golpes incluso. Sí, compadecemos a Adirane, qué duda cabe, entendemos en parte su trágica renuncia, el drama de estas tres mujeres, pero Moreno no nos invita a ir más allá de sentir fuerte su pena, envolviéndola en capas de prosa iterativa, y cerrar filas con una idea a veces demasiado de parte sobre el fatum de sus mujeres.
Intensidad no es por fuerza lo mismo que profundidad. Como la bajamar no es la pleamar, aunque haya un punto en que se toquen y confundan.