'La casa': la morada prometida
Una novela de la filóloga Elena Marqués, sobre los vínculos familiares, el destino y muchas otras cosas más
Los teóricos afirman que la literatura desvela la esencia de lo real. Efectivamente, una de las formas que tiene para crear su universo de ficción consiste en interpretar un referente, atribuyéndole o descubriéndole significados ocultos. Muchas obras literarias han explorado los múltiples sentidos del término «casa»: la casa como familia o estirpe; la casa como empresa o actividad; la casa como lugar para vivir. Elena Marqués (Sevilla, 1968) explora todos estos significados en su última novela, publicada por la editorial Extravertida.
Los Tejedor son oriundos de Bárgina, un pequeño pueblo del norte de España que está al borde de la desaparición. Carmen es la última de la estirpe que permanece en el pueblo, o cerca. Ha visto morir a sus parientes y ha asistido al lento deterioro de la casa familiar, que ahora está en un estado ruinoso. Para evitar que la propiedad sea derribada o ocupada, decide convocar a dos primas suyas, Luisa y Elena, urbanitas y descendientes de «los que se fueron». Estas responden a la llamada y abandonan sus vidas para rescatar una casa que apenas conocen. Creen que, de alguna manera, salvarla conllevaría su propia salvación, aunque tengan que volver a convivir después años de distanciamiento y tiranteces.
La casa es la crónica de una familia simbolizada por una morada. La casa como estremecimiento que siente el corazón ante la ruina de todas las cosas, ante lo que ha sido y no volverá a ser jamás; la casa como manifestación simultánea del pasado (a través de los restos materiales de los que nos precedieron), del presente (a través de lo que renunciamos por vivir en ella) y del futuro (en nuestras aspiraciones como nuevos moradores); la casa también considerada como una organización laboral: Carmen, Elena y Luisa deberán adaptarse a un ritmo marcado por el campano de las becerras y la labranza del maíz para vivir de una tierra que parece estar construida sobre una ciénaga, como la de los Buendía.
extravertida / 242 págs.
La casa
En la novela se funden con éxito un realismo arrancado de la misma vida con lo fantástico y lo simbólico. El resultado es una obra controlada, pensada y bien escrita que logra evitar los excesos: cuando parece que a cierto pasaje podemos imputarle las tachas de la novela psicológica (sumar episodios equiparables a adjetivos que sirvan para definir a los personajes), la autora vuelve al propósito primordial de la profesión: contar una historia.
Varias voces toman la palabra durante la novela y cada una relatará, a su manera, cómo transcurrieron los días que pasaron en la casa. Una de estas voces advierte que los hechos que se cuentan podrían no ser exactos: «Igual que la memoria de un hombre se erige sobre la ficción y el olvido (…) los acontecimientos terminan por desenvolverse, referirse e interpretarse de mil maneras diferentes.» Y haciendo suyo aquello que dijo Philip Roth de que escribir te convierte en alguien que siempre se equivoca, este mismo personaje –protagonista y narrador de su propia historia, como los demás– sostiene «que la verdad existe, y que no es un invento más de los semiólogos, los filósofos y los novelistas, siempre dispuestos, sobre todo esos últimos (y lo digo por experiencia) a volver a narrar con artificial franqueza lo que supuestamente fue junto a lo que posiblemente tendría que haber sido.»
La casa no es, en definitiva, «solo» la historia de una saga familiar. Su lectura nos sitúa ante cuestiones como la relevancia de los lazos de sangre, la pérdida que supone tanto atender a la obligación como librarse de ella, el porvenir de los pueblos abandonados, el sentimiento de pertenencia o la determinación forzosa de algunas derrotas. Hay un tema que sobrevuela todos los demás: la escritura. La escritura como oficio, como embaucamiento o como memoria.