'El huevo de la serpiente': de cuando los periodistas vieron el nazismo y pensaron que era una patochada
Colección de crónicas de Eugenio Xammar que ayudan a entender la historia europea, y cuya lectura supone toda una lección de escritura inteligente y estilo ejemplar
Eugenio Xammar (1888–1873) es uno de esos periodistas que ejercieron la profesión con un estilo dúctil, elegante y exento de juegos florales, caracterizado por un empleo preciso y evocador de adjetivos, una ironía sin demasiadas pretensiones, y la descripción de un mundo que, en cierto modo, se olía que estaba transformándose hacia no se sabía qué. En diciembre de 2023 se cumple medio siglo de su fallecimiento, y leer sus páginas, junto con las de su compañero Josep Pla —de Xammar dijo: «es el hombre más inteligente que conozco»—, explica por qué Cataluña proyectó tanta fuerza gravitacional, hasta los años 70 quizá, en las letras españolas y en la cultura de la palabra: desde la filología clásica hasta el doblaje de películas. El nombre de este barcelonés debiera figurar junto al de Chaves Nogales, Julio Camba o César González–Ruano, a quien desde 2014 se considera infame.
Tradujo a Thomas Mann (Doctor Faustus) y a Walter Scott (El pirata), fue corresponsal en París, Londres o Buenos Aires, cubrió la Primera Guerra Mundial desde el frente occidental, y trabajó para la Sociedad de Naciones. Como Salvador de Madariaga —otro que le rindió encomio, y que le facilitó recalar en Madrid—, era políglota, cosmopolita y diplomático. Trabó relación con intelectuales como Ramiro de Maeztu, Chesterton, Bernard Shaw o H. G. Wells. En 1925 viajó con Pla a la Rusia soviética —allí estuvieron con Andreu Nin—, de donde regresó espantado y calificando aquello como barbarie descomunal y hostil a todo indicio de dignidad o libertad humana. Proclive a lo británico y aliadófilo, casó con una alemana en 1922, con la que estuvo unido hasta que ella murió en 1969.
Entre 1922 y 1936 Xammar reside en Alemania; se trata de una prolongada estancia —aunque interrumpida varias veces con un buen número de desplazamientos a España y a otros lugares— que le permite enviar crónicas desde Berlín, Renania, Baviera. Observa y reporta una Alemania en desorden, convulsa, sin fe en sí misma, incendiaria, dividida y revolucionaria a un extremo y a otro. Una cuenca del Ruhr ocupada por tropas francesas, una inflación imposible de refrenar —«Alemania se está convirtiendo de la noche a la mañana en un pueblo de millonarios», lo que hace del tudesco un hombre a la vez «indignado y orgulloso»—, y una sociedad cada vez más abiertamente nacionalista y con ganas de tomarse la revancha del Tratado de Versalles. Con una república aún timorata —cuyo jefe de estado procede de «sindicatos obreros poderosísimos» y que apenas osa cubrirse la cabeza con un sombrero de copa—, y un Hindenburg que «desde hace cuatro años se dedica a pavonearse en las fiestas del regimiento». Quizá el resumen de los años 20 en Alemania sea esta sentencia: «Del gobierno alemán no hace falta hablar; sus intenciones son buenas, pero su impotencia es completa».
acantilado / 304 págs.
El huevo de la serpiente
Medio centenar largo de estas crónicas son el contenido de El huevo de la serpiente —entiéndase como metáfora de la gestación del poder nazi, entonces desapercibida—, libro en que Xammar parece refugiarse en la mordacidad y la indiferencia. Por un lado, el catalán no es un profeta, y el periodismo no hace sino dejar —si acaso— constancia de lo que sucede hoy, sin capacidad para pronosticar si mañana lloverá. El periodismo es el suspense de la historia in fieri; ni el propio guionista sabe qué sucederá a continuación. Pero la postura de Xammar se debe a más motivos: cree —o quiere creer— que la metamorfosis de la nación germana no es sino la repetición y farsa de las decadencias y dictaduras que los ciclos históricos dejan caer sobre los humanos. Hay un cierto pesimismo en Xammar, una resignación que se compensa con el humor: «el gran duque Cirilo [de Rusia] tiene pocos partidarios, pero alegres y bien vestidos». Por otra parte, Xammar no muestra, precisamente, entusiasmo por Alemania. Asimismo, sus crónicas eluden también el maniqueísmo, e incluso aporta pistas muy útiles para entender la evolución de los católicos en aquel país, necesitados de adaptarse a un entorno mutable y, por épocas, poco acorde con sus convicciones. Xammar habla de política y de sociedad; por eso comenta el precio del gas, algo tan actual entonces como hoy. Por estas páginas se asoman Adenauer, Keynes, Churchill y la particularidad constitucional de Baviera.
Cuando narra la intentona golpista de Hitler y Ludendorff (1923), se lo toma como un episodio más de política grotesca e inane: «Me atrevo a decir —después de quince años de viajar por el mundo y estar ya curado de espantos— que no hay nada como un buen golpe de Estado». Sabe ponerse en la piel de muchos alemanes, convencidos de que «la revolución alemana del 9 de noviembre [de 1918] fue organizada deprisa y corriendo por cuatro judíos pagados por Bélgica en el preciso momento en el que el ejército alemán iba a alcanzar la victoria decisiva». Define a Hitler como «necio», pero con gran concepto de sí mismo. Se ríe de él, y no atina con su nacionalidad austriaca. Lo ve como un personaje estrafalario y pintoresco: «Hitler es uno de esos hombres que han venido al mundo expresamente para hacerse retratar».
Xammar entiende que lo de Hitler no pasa de «inútil febrilidad», y charla con él. El futuro tirano se le antoja como uno de tantos dementes que salpimientan la política; en este caso, el rasgo definitorio ideológico es el odio a los judíos. Los judíos no como religión, sino como «raza». Pone en labios de Hitler: «El defensor principal de los judíos en Baviera es el arzobispo de Múnich … gran hombre, sabio, virtuoso, nacionalista y monárquico; pero cardenal … y, por tanto, obligado a ejecutar las órdenes del Vaticano, es decir, de los judíos». Prosigue el dirigente nacionalsocialista: «El Vaticano es el centro de las intrigas internacionales judías contra la liberación de la raza germánica». Frente a eso, Xammar revela al lector su opinión sobre Hitler: «sus ideas sobre el problema judío son claras y divertidísimas». En ese momento, las leyes raciales y la «solución final» no son más que la perorata de un fanático.
Sin embargo, Xammar va a ir modificando su postura; aunque seguirá refiriéndose en este libro a Hitler y Ludendorff como «fantoches», advierte sobre su racismo y los califica como «gente dispuesta a organizar asesinatos, golpes de Estado y todo tipo de salvajadas». En Crónicas desde Berlín (1930–1936), este periodista barcelonés poco a poco se irá dando cuenta de lo que nosotros conocemos gracias a los libros de historia. Su tono será telegráfico y ya no habrá ni medio comentario irónico.
El huevo de la serpiente incluye a modo de apéndice una media docena de crónicas desde Checoslovaquia, donde el autor se expresa de otra manera. En esta nación nueva —de manera particular, en Eslovaquia— ve un feliz reflejo de su catalanismo y republicanismo.