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No te veré morir de Antonio Muñoz Molina

«No te veré morir» de Antonio Muñoz MolinaSeix Barral

'No te veré morir': historia de un amor de juventud cuyo sabor no se apaga

Muñoz Molina muestra muy distintas voces y perspectivas. Los escenarios varían desde el Madrid de los años 60 hasta la California del «verano del amor», y el Washington o Nueva York de las últimas décadas.

Antonio Muñoz Molina (Úbeda, 1956) es uno de los escritores españoles de referencia. Su largo número de libros —novelas, ensayos, dietarios, recopilaciones de artículos o de relatos—, y de obras en las que participa, nos habla de una figura que expresa muchas de las claves de la literatura española actual y, en general, de la cultura de nuestro tiempo. Su estilo, algunas adaptaciones cinematográficas —como Beltenebros (Pilar Miró, 1991)—, sus recursos y los temas recurrentes en sus historias nos sitúan en el marco de preferencias intelectuales y ficcionales de los últimos treinta o cuarenta años. Desde El jinete polaco (1991) hasta Todo lo que era sólido (2013); desde Carlota Fainberg (1999) hasta Un andar solitario entre la gente (2018). Premios como el Príncipe de Asturias de las Letras (2013), el Planeta (1991) o el González–Ruano (2003), o su condición de integrante de la Real Academia (desde 1995), o de director de del Instituto Cervantes en Nueva York (entre 2004 y 2006), corroboran este aserto.

En esta ocasión, No te veré morir es una novela en que el autor juega con varios elementos muy reconocibles y que sus lectores habituales celebrarán. Por un lado, la narración se divide en cuatro grandes partes: dos con un narrador en primera persona —amigo del protagonista— y dos con un narrador en tercera persona —en la primera ocasión, con un extenso párrafo que abarca docenas de páginas sin un solo punto. A esta variedad de voces se une el sesgo coral que Muñoz Molina inserta, y en el cual tanto los protagonistas como muchos personajes secundarios o de tercera fila pueden transmitir un acento propio, una mirada específica, una valoración o un sabor concretos y diversos. Por si fuera poco, la evolución temporal y la distancia de los dos grandes escenarios (Madrid y Estados Unidos) permiten que la trama amplíe sus resonancias e intensidades. Todo ello, rematado con una presencia efectiva de la música e incluso, como reconoce el propio autor, de la poesía, aunque de manera muy sutil en este caso. La maestría de Muñoz Molina ayuda a que la lectura resulte bastante fluida. Asimismo, la traslación de algunas de sus experiencias personales da pie a que la viveza del relato sea honesta.

No te veré morir de Antonio Muñoz Molina

Seix barral / 240 págs.

No te veré morir

Antonio Muñoz Molina

Pero ¿de qué va esta novela? A grandes rasgos, podemos decir que muestra cómo nace y se vive el amor de sus protagonistas (Gabriel y Adriana), y de cómo el tiempo no supone suficiente mella en el recuerdo de pasión, a pesar de que se vaya transformando más en una ensoñación alejada de la realidad cotidiana. En su desarrollo, surgen muchas cuestiones, y el lector se podrá preguntar si el modo como el profesor amigo de Gabriel se siente desubicado en Estados Unidos, o cómo la ecuatoriana que cuida de la anciana en sus últimos años, o las confesiones postreras de Adriana, o el carácter del protagonista, lo interpela y supone una cuestión que merezca debate.

Otros lectores, por el lado contrario, podrán entender que el elemento fundamental de este libro —amores de juventud y lo difícil que es pasar página— constituye un recurso literario excesivo o una falla sociológica y personal sobre la que hemos de precavernos. Asimismo, no faltarán los lectores que echen en falta algún contrapunto positivo en la consabida descripción tremendista del Madrid y la España de la época franquista. Dejamos aquí un breve pasaje que, sin resultar representativo, sí que expresa la capacidad evocadora de estas páginas: «le estuve leyendo el Pinocho ilustrado por Innocenti. Había una imagen de un hombre malvado de barbas enormes que estaba sentado delante de una gran hoguera. La claridad rojiza del fuego le alumbraba desde abajo la cara barbuda, los ojos desorbitados, la risa malévola».

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