'Vida y muerte de la República Española': testimonio de un inglés que presenció la década de 1930 española
La parcialidad de este libro resulta útil por varios motivos: muestra el «relato» frentepopulista ya en 1940, y no puede evitar reconocer algunos de los crímenes del PSOE
Henry Buckley (1904–1972) era corresponsal en España del rotativo londinense The Daily Telegraph durante los años 30. Vivió tanto el nacimiento como el desarrollo de la II República y su catastrófico y violento final. Había llegado a España en 1929 como periodista que publicaba en The Daily Chronicle, cabecera que desapareció en 1930 para fusionarse con otro diario. A lo largo de la década que permaneció en este país, fue variando algunas de sus percepciones y fue tomando cariño a la nación —a su manera— y a una serie de personajes con los que mantuvo mucho trato.
Fruto de esta prolongada etapa es el libro Life and Death of the Spanish Republic, impreso en 1940 en el Reino Unido. Apenas se reeditó en 1960, y hubo que esperar hasta 2004 para que se estampara su traducción española, obra del propio hijo de Buckley. Desde ese momento, se ha vuelto a imprimir un puñado de veces en Austral, e incluso la versión original inglesa se ha recuperado, por ejemplo, en Bloomsbury (2013). Por tanto, y al igual que un libro situado en unas perspectivas opuestas, como es el de Felix Schlayer (Diplomat im roten Madrid, 1938; traducido al español en 2006 en Áltera, y en 2008 en Renacimiento), nos encontramos ante el testimonio de un foráneo en España que se imprimió cuando la Guerra Civil aún humeaba, pero que ha dormitado dos generaciones el sueño de los justos.
planeta / 336 págs.
Vida y muerte de la República Española
De este libro se pueden valorar diferentes aspectos, comenzando por la agilidad y pulida riqueza de su estilo. En este sentido, su lectura se agradece, puesto que la fluidez convive con algunos ligeros cambios de tono que dotan al libro de ese condimento que sólo el periodismo puede aportar; un vistazo en vivo y una reflexión que ayuda a calibrar matices. Por otra parte, lo que más cabe destacarse es lo que Buckley cuenta y cómo lo narra. Porque Buckley exhibe una mirada claramente parcial, y que nos facilita entender mejor cómo se observaba a España entonces —y se la sigue enjuiciando por aquella década— y por qué la II República, la guerra a la que abocó, y el subsiguiente régimen franquista continúan resultándonos indigestos; desde fuera nos imponen un tratamiento farmacológico que, grosso modo, está determinado por un «relato» más o menos coincidente con el de Buckley. Leer a Buckley nos ayuda a entender mejor el panorama, aunque no compartamos la etiología ni veamos bien con sus gafas.
Debe añadirse otro punto. A pesar de las abiertas simpatías de Buckley por la causa del Frente Popular, regresó a España en 1949, donde residió —salvo algunas excepciones debidas a motivos únicamente profesionales— hasta su fallecimiento en 1972 en Sitges. Dice Paul Preston en el prólogo de este libro que «después de haber vivido treinta años en el país, el gobierno de España solemnizó su jubilación en 1966 con la concesión de la Cruz de Caballero de la Orden de Isabel la Católica, que le impuso el entonces ministro de Asuntos Exteriores Fernando María Castiella». Cosas de ciertos antifranquistas que vivían en la España de Franco.
Muchos de los capítulos de este libro están centrados en una suerte de semblanzas de personajes de primer rango; desde Alfonso XIII —no le brinda un retrato positivo— hasta José Antonio [Primo de Rivera] —precisamente lo contrario; lo elogia de manera muy llamativa—, pasando por Azaña, Gil Robles o Negrín. Su parcialidad permite que algunas observaciones suyas relumbren mejor; por ejemplo, cuando reconoce que los diputados socialistas ocultaban media tonelada de dinamita durante el gobierno de la CEDA y en el contexto de la revolución de Asturias. O cuando, al tiempo que se declara católico, califica como moderadas las expropiaciones republicanas de bienes eclesiásticos, porque, en su opinión, «en realidad dejaba prácticamente intacta la fuerza y el poder de la Iglesia católica en España», y añade: «la única medida decisiva que había de tomar el Estado contra la Iglesia —me refiero a la ley que prohibiría las órdenes religiosas en España— aún no había sido adoptada». Aquí Buckley se sitúa en los meses germinales de la República.
Otra faceta relevante de este libro es —junto con la España polvorienta y atrasada, maldita, a que estamos acostumbrados en la prosopografía más extendida— su descarada doble vara de medir: entusiasta de la monarquía, si es institución británica, y enconado enemigo de ella, si se trata de la Corona española. Adivinamos aquí esa mirada condescendiente que hoy sigue brindando, por ejemplo, el Financial Times cuando se adhiere al plan de Pedro Sánchez de amnistiar a los golpistas de 2017. Todo ello, junto con una fotografía sugerente y vívida de aquella España y también del deplorable trato que las autoridades francesas dispensaron a los refugiados españoles que abandonaban Cataluña ante el avance de las tropas Nacionales.