El testimonio de la Premio Nobel de la Paz y de otras trece mujeres iranís encarceladas por los ayatolás
El régimen iraní detiene y encarcela de manera arbitraria; somete a tortura del cuerpo y de la mente, pero no logra acabar con la fe religiosa, ni acalla la defensa de los derechos humanos
Hace algo más de treinta años se estrenó la película No sin mi hija, en la que la actriz Sally Field interpreta a Betty Mahmoody, una mujer estadounidense casada con un iraní llamado Bozorg. En 1984, el matrimonio, con su hija, decide pasar dos semanas en Irán, visitando a los familiares de Bozorg. Sin embargo, transcurrido ese plazo, el marido cambia de parecer e impide a su esposa e hija salir del país. A lo largo de dos años, Betty deberá vivir como una iraní más –subyugada, humillada, cubierta con el velo islámico–, hasta que logre fugarse de Irán junto con su niña. Esta historia auténtica, conocida entre el gran público gracias al largometraje, es quizá la que resulta más recurrente en los países occidentales para aproximarse a la realidad en que vive la sociedad iraní, y en especial sus mujeres. Con Tortura blanca, el lector puede ampliar su conocimiento, puesto que su autora, Narges Mohammadi, relata la represión a que la somete el sistema carcelario de los ayatolás, junto con el testimonio de otras trece mujeres que también padecen similares penalidades. Cada capítulo, a modo de entrevista, nos habla de los motivos por los que el régimen iraní detiene, sin garantías judiciales, a mujeres que, según el caso, han cometido «crímenes» tales como convertirse al cristianismo, ejercer un periodismo crítico, profesar la fe bahaí, o manifestarse contra el gobierno. Estas mujeres pueden estar meses encerradas, sin saber siquiera de qué se las acusa y sin ver, al menos, el inicio del recorrido judicial.
Alianza (2023). 272 páginas
Tortura blanca. Entrevistas con mujeres iraníes encarceladas.
Narges Mohammadi conoce las prisiones desde hace veinticinco años; los tribunales Revolucionarios Islámicos acumulan contra ella sentencias que suman 31 años y 154 latigazos. Por eso, gran parte de su matrimonio con Taghi Rahmani ha sido una vivencia de separación forzada; cuando ella no estaba en la cárcel, era Rahmani el que se hallaba privado de libertad. Su marido reside exiliado en París desde hace más de diez años, y a su lado tiene a Ali y Kiana, sus hijos mellizos. Y precisamente han sido Ali y Kiana quienes han recogido en Oslo el Premio Nobel de la Paz de este año, concedido a su madre. Mientras, la señora Mohammadi lleva casi dos años sin poder hablar por teléfono con su esposo. Tortura blanca lo terminó de escribir durante un permiso domiciliario de que dispuso el año pasado, de modo que no sólo nos traslada a las cárceles, sino que esta voz ha logrado llegar a los lectores aprovechando algunas de las rendijas del régimen de los ayatolás. Dentro de las piezas preliminares de Tortura blanca destaca el prólogo de Shirin Ebadi (1947), que era juez en Irán antes de 1979; sin embargo, a partir de ese año, la triunfante revolución islámica vetó a las mujeres el ejercicio de la judicatura, y a la relegaron a tareas administrativas en el que juzgado del que ella había sido titular hasta ese momento. Tiempo más tarde, trabajó como abogada, hasta que el régimen islámico también se lo prohibió. La señora Ebadi, que obtuvo el Premio Nobel de la Paz en 2003, vive exiliada en Londres.
En Tortura blanca Narges y trece mujeres más dan cuenta de lo que es el día a día en las prisiones iranís: vejaciones y malos tratos, deficientes condiciones higiénicas, frío, abusos sexuales, intimidación, pésima comida, e incluso olores nauseabundos. Pero hay algo más, que es lo que da título al libro: la tortura mental. La tortura mental comienza con la detención; a estas mujeres se las encierra sin que se les comunique el motivo. Pueden permanecen días sin apenas contacto humano; únicamente el de sus celadores cuando ellos le pasan a la prisionera algo de comer y beber, o le permiten limpiarse en un sucio cuarto de baño. Tal como se relata en este libro, la luz de una bombilla puede permanecer horas y días encendida, de modo que se pierde la noción del tiempo. Es habitual que este tipo de enclaustramiento no conceda más de media hora semanal de paseo por el patio. En bastantes casos, la mente inicia un oscuro proceso que puede resultar irreversible. Algunas prisioneras incluso desean que se abra la puerta de su celda, y que la conduzcan a una sala de interrogatorios, e incluso que torturen su cuerpo, con tal de salir de ese estado de anulación de la mente.
Asimismo, hay que tener en cuenta que este no es un libro morboso, no se regodea en las descripciones y narraciones tétricas. Hay una sensibilidad que va de la mano de otra circunstancia que a muchos lectores sorprenderá: la fe en Dios. Estas mujeres son musulmanas (chiís o sunnís), bahaís o cristianas. Son creyentes, rezan –al Dios de Mahoma o al Dios de Nicea, o al de Bahá–, leen los libros sagrados que pueden, y afirman que su fe religiosa supone un pilar para la defensa de los derechos humanos de todos los iranís, profesen el credo que tengan.