El camino a la democracia sin «piruetas de última hora»
Fernando Suárez, ministro en el último Gobierno de Franco y ponente de la Ley para la Reforma Política, firma unas memorias imprescindibles para reconstruir la gran aventura contemporánea de la conciliación de los españoles
Resulta muy aventurado, y probablemente injusto, quintaesenciar una vida política en un solo episodio relevante. El fotógrafo francés Henri Cartier-Bresson definió la captura del «instante decisivo» como la de aquella ocasión precisa en que el retratado se encuentra en su momento más significativo. La de Fernando Suárez (León, 1933) de seguro ha sido su intervención ante el pleno de las Cortes franquistas el 16 de noviembre de 1976. Sin cumplirse aún un año del fallecimiento de Franco, el orador se aprestaba a defender, en nombre de una ponencia designada al efecto, la Ley para la Reforma Política que dejaría atrás la dictadura. Como describió un cronista de la época, Suárez adquiría en ese momento, no sólo por su elevada estatura y disposición a fajarse en el área, la posición del delantero centro habilitado para rematar a puerta. Un pasaje de su intervención resumía lo que había sido la esencia de su actividad política y, en realidad, constituye el hilo conductor de estas memorias: «Alumbrar una situación definitiva de concordia nacional (...) en la que no vuelvan a dividirnos las interpretaciones de nuestro pasado y en la que no sea posible que un español llame misérrima oposición a quienes no piensan como él... porque habremos sido capaces de rebajar el concepto de enemigo irreconciliable al más civilizado y cristiano concepto de adversario político pacifico, que tiene una visión del futuro tan digna de consideración, por lo menos, como la nuestra y el irrenunciable derecho de proponerla a los demás y de trabajar por su consecución, sin que ello deba producir nuevos desgarramientos y nuevos traumas».
Catedrático de Derecho del Trabajo, vicepresidente tercero del Gobierno y ministro de Trabajo de marzo a diciembre de 1975, procurador en Cortes -primero por el llamado «tercio familiar» y, más tarde, por designación del Rey Juan Carlos-, diputado nacional y europeo por Alianza Popular, entre otros cargos, Suárez firma una autobiografía imprescindible para la reconstrucción de la reciente Historia de España. Y lo hace, en sus propias palabras, evitando la «apología de un sistema que me dieron hecho y que contribuí con algún protagonismo a transformar en democracia» (pág. 11).
Real de Catorce, 880 páginas
Testigo presencial
Este exhaustivo repaso a una limpia ejecutoria guarda tan solo un paralelismo con las diferentes memorias de quien fue durante mucho tiempo su referente en el aperturismo franquista y luego jefe de filas en democracia. Son unas memorias especialmente prolijas, pero, a diferencia de las de Fraga, no pasan por un escueto dietario falto de contexto, paciencia y relectura. El último ministro vivo del régimen de Franco no descuida ningún detalle de su trayectoria pública, si bien lo hace con cuidada prosa, grandes dosis de amenidad y humor, y sin perder de vista la directriz que guía los acontecimientos. Volviendo al símil del terreno de juego, la posición de Suárez resulta especialmente determinante al encontrarse entre dos decisivos actores políticos que no llegaron a entenderse: el sutil, reservado y distante Torcuato Fernández-Miranda, al que Suárez reconoce la paternidad intelectual de la Transición (en línea con otros políticos, como Ortí Bordás o Martín Villa, y con académicos como el firmante de esta reseña), y el volcánico, frontal y desmedido Fraga, quien pudo haber comandado ese cambio de no naufragar el primer Gobierno de Juan Carlos I. En todo caso, resulta muy significativo que un hombre de la cercanía intelectual y política de Suárez se reconozca incapaz de comprender los vaivenes coyunturales del antiguo preceptor del Rey en relación con el asunto de las asociaciones políticas.
Tras remontarse río arriba en los orígenes familiares (un abuelo restauró las vidrieras de la catedral de León mientras que otro se hizo cargo de un hotel de montaña luego entregado a Paradores), Suárez rememora su ingreso en la Universidad de Oviedo, reabierta en abril de 1937 tras la barbarie de fuego y dinamita que redujo su biblioteca a los escasos libros entonces en préstamo. Premio extraordinario de licenciatura y doctor en Derecho por Bolonia, así como antiguo jefe local del SEU, el autor explica su matizada admiración por José Antonio Primo de Rivera, muy expresiva de lo que sería en su generación la paradójica transformación de falangistas en «azules».
A lo largo de estos capítulos iniciales descuella ya el universitario casi químicamente puro que, entre la nostalgia y el realismo, se retrotrae a un tiempo en cuyas convocatorias académicas había más estudiantes que catedráticos, si bien el entusiasmo político de los primeros suplía en ocasiones las «deficiencias de su expediente» (pág. 71). Precisamente por orden de Fernández-Miranda accedió en los años sesenta a la dirección del Colegio Mayor Diego de Covarrubias, al término de la cual obtuvo la cátedra de Derecho del Trabajo en la Universidad de Oviedo. Este minucioso repaso de la pluralidad del debate universitario y de su labor como procurador «familiar» en Cortes constituyen referencias indispensables para reconstruir los intentos de apertura del tardofranquismo, de la singular lucha en favor de las asociaciones políticas y de la misma pretransición democrática, en definitiva.
La breve ejecutoria como ministro de Trabajo en el último Gobierno de Franco contiene jugosas anécdotas del trato con el aún lúcido inquilino del Palacio de El Pardo, así como los detalles que el compromiso de confidencialidad de los Consejos de Ministros permite. Lo cierto es que esta etapa y la decisiva de tramitación de la Ley para la Reforma Política parecen deslucidas. Nada más lejos: lo cierto es que el conjunto del libro pivota en torno a estos dos acontecimientos cruciales. La aceptación del Ministerio en momentos tan delicados (EL PAIS se benefició de salir en mayo de 1976, libre de hipotecas por no haber tenido que convivir con el último franquismo) se explica en el compromiso con una reforma democrática que rompiera amarras con el pasado sin incurrir en dicterios ni «piruetas de última hora». Y así se entiende cristalinamente la renuncia de Suárez a participar en las listas electorales de Alianza Popular en 1977. La abstención respondió al disgusto por la división de las fuerzas conservadoras, el chalaneo de UCD y el giro circunstancial de Fraga hacia los «extraños compañeros de cama» con los que se acababa de enfrentar en el reciente franquismo. A propósito de la memoria histórica, las reflexiones del autor resultan ácidas cuando abordan la conversión de los franquistas sociológicos en antifranquistas vergonzantes.
No carece, ni muchísimo menos, de interés el último tramo de estas confesiones. Pese a algunos expresivos silencios (es posible que queden algunos cabos sueltos en el relato de las relaciones con don Juan Carlos), esos capítulos resultan ineludibles para reconstruir la historia del gran partido de centro-derecha de nuestra democracia, muy marcado por los personalismos de Fraga y las fallidas tentativas de impulsar la democracia interna a cargo de hombres como el propio Fernando Suárez.
Ahora que proliferan raquíticos relatos de políticos en ejercicio, confeccionados sin recato por otros, se precisan obras como esta. Se comprende su brillantez cuando hay tanto que contar, altura intelectual y talento para la escritura, así como el fermento moderador del paso de los años.