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Portada de Cartas a Camondo

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'Cartas a Camondo', de Edmund de Waal: el hilo de Ariadna que atrapa la historia del coleccionismo y el silencio del desdén

El libro recoge cincuenta ocho cartas imaginarias de gran brevedad que el artista escribe al difunto conde Moïse de Camondo (1860-1935), miembro de una destacada familia de banqueros judíos

Tras La liebre con ojos de ámbar. Una herencia oculta (Acantilado, 2012) –bellísima obra por la que Edmund de Waal (Nottingham, 1964) recibió los premios Ondaatje de la Royal Society of Literature de Londres y el Windham-Campbell de ensayo–, en la que traza la historia familiar y europea a través del seguimiento de las 264 figuritas de marfil y madera japonesas, denominadas netsuke, que había heredado de su tío abuelo Iggie Ephrussi y que se remonta a doscientos años atrás, y tras la aparición de El oro blanco. Historia de una obsesión (Seix Barral, 2016), donde traza la historia de la porcelana, el ceramista publica Cartas a Camondo, en la que despliega sus profundos conocimientos sobre el coleccionismo de arte y los principios archivísticos y sobre la naturaleza de la fotografía, entre otros.

Cartas a Camondo recoge cincuenta ocho cartas imaginarias de gran brevedad que el artista escribe al difunto conde Moïse de Camondo (1860-1935), miembro de una destacada familia de banqueros judíos que, tras vivir en el número 6 de Gálata en Constantinopla, «mirando al Bósforo», se estableció en 1869 en la Rue de Monceau de París, la nueva tierra prometida, donde adoptó la cultura francesa como propia. Tras divorciarse en 1902 de la heredera judía francesa Irène Cahen d'Anvers, que se fugó con su instructor de equitación el conde Charles Sampieri, abandonó la residencia familiar, sacó a subasta y donó a los museos y a las sinagogas casi todo lo que había heredado que le conectaba con Costantinopla y compró una finca con bosques cerca de Chantilly, donde se refugió en la caza. En 1911 Moïse de Camondo encargó la reconstrucción de la mansión familiar al prestigioso arquitecto francés René Sergent, que reformó también el hotel Claridge's de Londres, y confió el diseño de los jardines a Achille Duchêne, para vivir allí con sus dos hijos: Nissim, que se alistó voluntario durante la Primera Guerra Mundial como piloto de combate y fue asesinado durante una misión de reconocimiento el 5 de septiembre de 1917, y Béatrice, que se casó con Léon Reinach en 1919. Con la muerte del hijo las dependencias de la casa se convirtieron en un santuario (p. 83), que ofreció «a la patria mutilada» (p. 91).

Portada de Cartas a Camondo

raducción de Marta Marfany. Barcelona: Acantilado (Col. El Acantilado, 463), 2023

Cartas a Camondo

Edmund de Waal

En diciembre de 1936, coincidiendo con el anuncio del pacto entre Alemania y Japón en Tokio y con el apoyo de Hitler a Franco, tuvo lugar la ceremonia de entrega del nuevo Museo Nissim de Camondo al musée des Arts Décoratifs ante la presencia de su hija Béatrice y de su familia. De esta manera abrió sus puertas el palacio que, a los ojos del ceramista británico, se alzó como una vitrina, donde el filántropo conde custodió los recuerdos del mundo y de su familia y donde se cobijaron «la noche y sus lámparas», como dijera Octavio Paz de Joseph Cornell: «Y creo que ve la diáspora que se está produciendo y quiere mantener esto inmóvil y este instante de respiro» (p. 127). Unos años después, tras la ocupación de París por parte del ejército alemán en junio de 1940 y con el recrudecimiento de las medidas de acoso contra los judíos a lo largo de 1942, las autoridades francesas deportaron a Auschwitz a sus descendientes supervivientes, a su hija Béatrice Reinach y a sus nietos Fanny y Bertrand.

Edmund de Waal, aprovechando la invitación a exponer sus piezas de cerámica en el museo Nissim de Camondo, visita los archivos (los inventarios, los volúmenes de cartas, los testamentos y los registros bancarios, las partituras y los catálogos de subastas, las cartas de los restaurantes y los detalles de hoteles), recorre las estancias (la buhardilla y habitaciones de la servidumbre, el gran salón y la biblioteca con sus revestimientos de madera), se demora en la contemplación de las obras de arte (los tapices y las alfombras, la porcelana y los jarrones de porcelana china, los muebles franceses del siglo XVIII, los relojes y los cubiertos de plata hechos para Catalina la Grande) y analiza las precisas instrucciones que dejó Moïse para proceder al transporte de mercancías y asegurar la intacta conservación y administración del museo: «Usted no quiere que el tiempo cambie nada, que la luz destiña los tapices, que el calor deforme los muebles chapados, los paneles, los suelos de parquet, que el polvo dañe la colección. También le preocupa la humedad» (p. 21). Y lo hace impecablemente, manteniendo el museo como un «lugar de luto» o un «acto de duelo» (p. 111), en el que acoge a los muertos y dialoga con ellos.

Fascinado por la belleza del polvo como reflejo fiel de las mutaciones que marca el paso del tiempo, el profesor de cerámica en la Universidad de Westminster rememora, al mismo tiempo, las trazas de su familia, los Ephrussi, que, procedente de un shtetl, antes de establecer en el distrito 8 de París, se trasladó primero a Odessa y luego a Viena, y que compartió también la inclinación por el coleccionismo. Y mientras se mueve entre el presente y el pasado, aborda cuestiones palpitantes, como el resurgimiento del antisemitismo que propagó Édouard Drumont; la asimilación judía y el olvido de las fisuras del caso Dreyfus que propuso Théodore Reinach; o la denuncia de los progromos por parte del arqueólogo e historiador de la cultura Salomon Reinach. Siguiendo a Durero y Benjamin, reflexiona sobre la melancolía y la memoria y sobre el valor de la ceniza como «sustancia redimida» (p. 158) que, a semejanza del polvo, es una «representación entre el ser y la nada», según afirma W. G. Sebald; y enuncia la naturaleza del coleccionismo como una lucha por aferrarse a los orígenes familiares y como respuesta a «la confusión y la dispersión en que se encuentran las cosas en el mundo», siguiendo las tesis del filósofo judío Walter Benjamin.

Con Cartas a Camondo rinde homenaje al arte de contar historias y a la escritura palimpséstica en la que se superponen unos textos sobre otros. Así lo afirma en la carta LVIII, fechada en otoño de 2020 en Londres: «Sé que hay formas de hacer algo extraordinario a partir de la dispersión. Y que ésta es una forma de decir algo, de contrarrestar el silencio del desdén».

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