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Portada de 'Los búlgaros', de Gonzalo Núñez

Portada de 'Los búlgaros', de Gonzalo Núñez

'Los búlgaros': el amor siempre termina

Divertido, punzante y mitómano, el último libro del periodista Gonzalo Núñez contiene, además, una lección de técnica literaria. La compañía ideal para urbanitas más o menos neuróticos

Aún perdura el eterno debate sobre si los libros de relatos deben ser unitarios. Considero que un rastro de unidad debe existir, sea en el tema o en el estilo, incluso en el punto de vista o la época. En el caso de los búlgaros el vínculo es absoluto. Tanto es así que, si el autor lo hubiese querido y hubiera establecido una mínima ligazón entre los relatos, estaríamos frente a una novela más o menos posmoderna. Los búlgaros no es, por lo tanto, un simple saco de textos dispersos, escritos para un concurso, en una mala tarde o cuando el autor era universitario, como tantos libros de relatos. Nos encontramos, sin duda, ante un proyecto con un propósito, que se mantiene desde la primera página a la última.

Portada de 'Los búlgaros', de Gonzalo Núñez

Sr. Scott Libros (2023). 148 páginas

Los búlgaros

Gonzalo Núñez

Gonzalo Núñez trata Madrid como si fuera el París de Hemingway o –referencia inevitable– el Manhattan de Allen. Es decir, como un espacio mítico que alcanza tanto protagonismo como los personajes. No solo lo hace con el centro, también con los nuevos suburbios, dando así espacio a la alienación contemporánea. Su Madrid es un lugar abierto, implacable y generoso al mismo tiempo, donde todo es posible, pero aún mantiene cierto provincianismo y no ha alcanzado la dureza de Nueva York o París.

El humor aparece en la primera línea con ese «Yo tenía un apartamento en Chamberí», parodia del «Yo tenía una granja en África» que abre Memorias de África, y se mantiene durante toda la obra. El protagonista de los relatos es siempre el mismo: un joven neurótico, emparentado con el Antoine Doinel de Truffaut. Como tal, busca sin descanso un amor que proviene más de la ficción que de la realidad. Está dominado por el deseo, casi el ansia, de vivir una existencia ajena, cuyas peripecias siempre terminan en un regreso a la soledad. ¿Es la neurosis una máscara del miedo al compromiso? Posiblemente, pero ahí entraríamos de lleno en el terreno del psicoanálisis. Es indiscutible, en cualquier caso, que cuando encuentra con una mujer siempre la compara con su ideal cinematográfico o literario: «…inducía a pensar en películas de los sesenta y en la ribera izquierda del Sena, cosas todas para las que su fantasía, la de él, venía preparándolo desde los tiempos de la Exposición Universal del 92, o quizás antes, desde que los cineastas rompieron la cuarta pared y Anna Karina miró de frente».

En algunos relatos, por ejemplo en el primero, salta los límites de la realidad se mueve en un terreno minado, cuyos ingredientes son la fantasía, el humor y el cosmopolitismo. Algo así hacía Woody Allen en, por ejemplo, La rosa púrpura del Cairo, donde los personajes atravesaban la cuarta pared. La clave del éxito, como le ocurre también a Kafka en la presentación de su escarabajo, está en el mantenimiento de la compostura. En ningún momento, por muy loco que sea lo contado, Núñez pierde los papeles y se aleja de la lógica inapelable de lo narrado. Tal habilidad también se nota en la rapidez y el brío cómico de los diálogos. En estas líneas se halla una magnífica definición de las grandes virtudes del libro: «Y así fue como se hizo el romance, al modo en que se hace la lluvia en los musicales. Rápido y sin esfuerzo». Que algo parezca fácil no quiere decir que lo sea. No lo olvidemos. También en estas líneas se aprecia su lirismo pop, que le aproxima a autores como el gallego Celso Castro, el ya lejano Julián Ayesta o a las películas de Jonás Trueba.

Además Núñez sabe cerrar los relatos, lo que no es nada fácil porque a veces la trama toma su propia lógica, viaja hacia extremos difíciles de domar y en aras a encontrar una salida los creadores demasiadas veces bordean el Deus ex machina. Esa habilidad en la conclusión alcanza lo magistral, la gran literatura, en el final del último relato, en concreto en la línea que cierra el libro (es imposible desvelarla sin caer en el spoiler).

Los búlgaros es también un canto a la ligereza de la juventud. Solo un joven puede tomar con humor lo que denomina «noche blanca», es decir, no acordarte absolutamente de nada a la mañana siguiente de una juerga tremenda, y construir una comedia delirante –y radicalmente lógica– a partir de ahí. Porque ya se sabe que lo que diferencia de la comedia de la tragedia es el punto de vista, no los hechos narrados y, sobre todo, el ritmo. Gonzalo Núñez lo controla sin aparente esfuerzo y es capaz de ampliar y condensar los instantes, los minutos, incluso los años, a su antojo: «… por más que giró a la hora convenida y desplegó la más rutilante de sus sonrisas, no encontró el carrito ni la chica con quién debía colisionar. Cinco veces más volvió sobre sus pasos para girar de nuevo la esquina y cinco veces más se encontró con la vía libre, a excepción de algunas ancianas que hacían eslalon en los pasillos con notoria temeridad.»

No todo es humor, también hay cierta amargura. Surge por el desamor, por el fracaso, aunque esté en cierto modo buscado para emular a sus héroes. Parece que no es una amargura real, a los protagonistas les quedan aún muchas bazas que jugar. Sin embargo nunca desaparece, aunque no se mencione, la sombra del fin. El amor siempre termina, sea por la voluntad de sus partícipes, sea por la muerte.

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