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Imagen de la Menorah en el arco de Tito de Roma

Imagen de la Menorah en el arco de Tito de RomaCreative Commons

La historia de lo que pudo pasar con la Menorah, después del saqueo vándalo de Roma

En el año 70, las legiones romanas se llevaron a Roma el Candelabro Sagrado de siete brazos del Templo de Jerusalén. ¿Dónde se encuentra ahora este objeto?

En 1937, Stefan Zweig (1881–1942) publicó una novelita que se devora con la misma intensidad y fluidez que otros muchos textos a que el austriaco acostumbraba a sus lectores, como Veinticuatro horas en la vida de una mujer o Carta de una desconocida. Sin embargo, en este caso, el tono de emotividad recae sobre un aspecto que afecta al propio autor: el judaísmo. Cierto que el suyo era un judaísmo integrado, secularizado, con placentera existencia en una Europa que Zweig vio transformarse e incluso con la cual él y sus semejantes se identificaban con fruición. En muchas de las páginas de Zweig vibran los ojos del escritor ante la civilización que coronaba la dinastía católica de los Habsburgo. Por eso, esta novelita aporta algo diferente a las demás. Por un lado, y al contrario que una extensa parte de sus libros, se ambienta en un pasado distante, en una acción que comienza a mediados del siglo V. Sólo en la edición ampliada de Momentos estelares de la humanidad, con la estampa histórica de Cicerón y su asesinato, localizamos algo comparable. Por otra parte, el desarrollo de la trama, junto con ciertas sorpresas o giros, y con el contraste de los temperamentos de los personajes, nos sitúa en un interesante equilibrio dramático en el cual la acción pesa más que en la mayoría de libros de Zweig.

Portada de 'El candelabro enterrado' de Stefan Zweig

Acantilado (2007). 144 páginas

El candelabro enterrado

Stefan Zweig

Podría decirse que el protagonista mudo de este libro es el Candelabro Sagrado de siete brazos (la Menorah). Construido según las indicaciones que Dios detalló a Moisés, tal como se recoge en el libro del Éxodo, constituía uno de los elementos esenciales de la liturgia del Templo de Jerusalén. La fuerte simbología de su llama, recalcada o aludida a lo largo de pasajes variopintos de la Biblia –hasta en el Apocalipsis–, dotaba a este objeto sacro de una contundencia quizá sólo comparable al Arca de la Alianza. Con la derrota de la rebelón judía –una generación posterior a la crucifixión de Jesús–, el Templo y cuanto en él quedaba pasó a convertirse en la ruina que hoy sigue admirándose o siendo causa de lamento. En el año 70 Jerusalén cayó en manos de Tito, y para conmemorar su victoria se erigió el arco triunfal que aún en nuestros días continúa admirándose en Roma. En sus relieves se observa con nitidez cómo la Menorah forma parte del botín de que las legiones romanas se apoderaron.

Zweig nos plantea en El candelabro enterrado –el título ya nos aporta bastante información– lo que sucede con la Menorah, en un suculento y verosímil ejercicio de historia ficticia. Cuatro siglos después de que las tropas de Tito se llevaran a Roma la Menorah, los vándalos saquean la capital del Imperio y, dentro de todos los tesoros que forman el resultado de su rapiña, se halla precisamente este candelabro de oro. Viaja a Cartago, sede del reino filibustero de Genserico, pero aquí no acabarán las peripecias. El lector, guiado por un Zweig portentoso, conocerá también los palacios de Constantinopla, la cabeza del Imperio oriental cuya vida durará mil años más. Tras la Menorah, y procurándose cubrirse con absoluta discreción y secretismo casi invisible, la comunidad hebrea, con una mezcla de fe, esperanza nebulosa, resignación y sutileza, intentará recuperar la reliquia. El periplo por las grandes ciudades y la magnificencia decadente de la Antigüedad tardía –una evocadora encrucijada entre lo clásico y lo medieval– sirve de escenario para la prosa de Zweig. Este judío que contempló en el siglo XX el desmoronamiento de imperios y religiones no sólo presenta a la Menorah como un tesoro oculto –el lector no podrá evitar sentirse un Indiana Jones que anhele rescatar el candelabro sagrado–, sino como una presencia latente que logra atravesar los siglos hasta que llegue el momento que Dios haya determinado.

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