Ismail Kadaré: la gran literatura que combatió el comunismo desde dentro
El escritor ejerció una crítica velada en su obra, a través de la ambigüedad y el disimulo, para poder denunciar el totalitarismo desde el interior del propio sistema
Aunque no haya ninguna relación directa entre ambos escritores, la figura literaria de Ismail Kadaré me recuerda a la del Premio Nobel de Literatura Isaac Bashevis Singer (1903-1991). Ambos pertenecen a una estirpe de grandes escritores con prestigio internacional, cada uno de ellos es el autor más famoso en su lengua materna –el albanés y el idish respectivamente–, recrearon leyendas de sus pueblos, se exiliaron para huir de regímenes totalitarios (Singer recaló en Nueva York huyendo del nazismo y Kadaré se acomodó en Francia, sorteando el régimen comunista de Enver Hoxha, que daba sus últimos coletazos), y ambos, en fin, situaron el entorno en el que crecieron en el centro de su obra, Kadaré en Albania y Singer en los pequeños shtetl, esas pequeñas poblaciones judías del este de Europa que en la Segunda Guerra Mundial serían arrasadas por Hitler.
Ismail Kadaré (Gjirokastra, 1936), faro de la intelectualidad albanesa, falleció el pasado lunes 1 de julio en un hospital de Tirana, a los ochenta y ocho años, tras una vida de compromiso con la literatura y el campo de las ideas. Nos deja una bibliografía muy productiva traducida a numerosos idiomas, el castellano incluido, en géneros como la poesía, el relato, el ensayo y, sobre todo, la novela.
Eterno candidato al Premio Nobel, a Kadaré hay que reconocerle, entre otros méritos, la difusión de la cultura de Albania, opacada por un régimen comunista que imposibilitaba a los artistas la libre creación y derechos humanos fundamentales.
Kadaré vertió sus críticas al régimen comunista en sus libros sorteando la dura censura estatal de manera velada, no con una crítica mordaz en la que repudiaba sin ambages, con nombres y apellidos, el régimen liberticida de su país, como haría, por ejemplo, Aleksandr Solzhenitsyn en Archipiélago Gulag o Reinaldo Arenas en Antes que anochezca. Al escribir dentro del sistema (llegó a ser parlamentario durante varios años, con permiso para publicar en el extranjero), tuvo que echar mano de la ambigüedad y el disimulo para crear transposiciones literarias de la Albania del momento, emboscándola a veces en territorios a priori imaginarios.
Trayectoria y sentido de su obra
Citemos, por ejemplo, su novela El palacio de los sueños (1981), alegoría del poder totalitario, en la que todo ciudadano está obligado a enviar un escrito a ese organismo estatal omnívoro y controlador que es el Palacio de los sueños para contar cuál ha sido el sueño de cada noche. Huelga decir que la novela, pese a su pretendida inocente ficcionalidad, fue prohibida en su país.
En El ocaso de los dioses de la estepa (1978) arremete contra el azote ideológico que sufrían los escritores rusos en general y en particular Boris Pasternak, autor de la novela Doctor Zhivago, con la que ganaría el Premio Nobel de Literatura en 1958, si bien no pudo recogerlo por presiones del Gobierno soviético. Es un libro que se nutre, en gran medida, en las experiencias personales que Ismail vivió en la Unión Soviética cuando era joven.
Y en el voluminoso El gran invierno (1973) narra la ruptura, sellada en 1961, entre Albania y la Unión Soviética. En ella Kadaré retrata a una sociedad en decadencia, secuestrada por un comunismo que socava la dignidad humana.
Pero Kadaré, Premio Booker (2005) y Príncipe de Asturias (2009), no fue un escritor unidireccional que trató de desarmar a un bando para armar a otro. Prueba de su inconformismo, no tuvo reparos en señalar también los defectos de la modernidad y el capitalismo en Frías flores de marzo, uno de sus libros más difíciles de leer. Al tiempo que escenifica una historia de amor, Kadaré impugna los errores de la nueva era tras la caída del comunismo, cuando se recuperan antiguos vicios que desembocan en la inseguridad ciudadana, costumbres europeizantes, el libertinaje sexual o la reinstauración del kanún, que permite la venganza de sangre (es decir, si alguien acaba con la vida de un familiar, este tiene el derecho de hacer lo propio con un miembro de la familia agresora).
Son muchos los libros publicados por Kadaré: Abril quebrado, El general del ejército muerto, El nicho de la vergüenza, La muñeca, o el último de todos: Tres minutos. Sobre el misterio de la llamada de Stalin a Pasternak (2023). En ellos exhibió una prosa vívida y lírica con la que desarrollaba su particular microcosmos, cargado de mitos y lecturas en segundo plano, y reflexionaba sobre los límites del poder, muchas veces en un envoltorio histórico.
¿Disidente o protegido?
Respecto a su voz combativa contra el régimen de Hoxha, se ha dicho de todo, desde que era un hombre valiente que se jugó el tipo, hasta que estuvo protegido por el dictador, gran amante de la literatura. Quién sabe. A lo mejor tenía razón el editor francés François Maspero cuando afirmó que ambas cosas son ciertas. Recordemos que, tras publicar en 1975 el poema satírico Red Pashas, Kadaré fue desterrado a una aldea remota durante un año. Y aquí quizá se da ese punto medio en el que se movió nuestro escritor: desterrado, pero no encarcelado ni fusilado.
«Albania nunca tuvo voz», llegó a escribir. Y al hilo de esa máxima me viene a la mente alguien al parecer muy influyente para él, su abuelo, un hombre enigmático, ensimismado, que se sentaba durante horas en el sofá del hogar con un libro en la mano. Quién sabe si el pequeño Ismail, escritor embrionario que entonces comenzaba a pergeñar sus primeros poemas, halló en su silencioso y profundo abuelo la metáfora de la propia Albania, ese país escondido entre altas montañas y bosques tupidos, al que él se propuso iluminar y darle esa voz que nunca tuvo con la garra de su seductora pluma.