La lucha contra esa voz castigadora que llevamos dentro
El niño, de Fernando Aramburu: una nueva y magistral pieza de su proyecto «Gentes vascas», donde se exploran las respuestas ante una muerte trágica e inesperada.
En el microrrelato «Tren de la mañana», incluido en su libro El imitador de voces, Thomas Bernhard relata cómo, al mirar por la ventanilla de un tren, cuando pasan junto a un barranco en el que quince años antes había caído un grupo de colegiales, se siguen escuchando las voces de los pobres compañeros que fallecieron en tan nefasto día. Y quienes escuchan esas voces son –sin ser citados de manera expresa– otros colegiales que sobrevivieron al accidente.
Tusquets (2024). 272 páginas
El niño
Esta tiene todos los mimbres de ser una historia literaria, una ficción que aprovecha los recursos de la narrativa para evocar un drama del pasado y generar un impacto en el lector. Pero lo cierto es que la muerte de un ser querido, sobre todo cuando se trata de un niño, atrae ciertas voces en la vida real, no necesariamente fantasmales, que pueden acompañarnos para siempre.
No he podido evitar pensar en este texto de Bernhard al leer El niño, de Fernando Aramburu, una novela que conjuga la cruda realidad, basada en hechos reales, con esas voces atronadoras que se hacen fuertes tras la muerte de un familiar.
Aramburu retoma la geografía del País Vasco para ofrecernos un episodio más del proyecto que ha denominado «Gentes Vascas», y lo hace echando mano de un suceso que conmocionó a España el 23 de octubre de 1980, cuando una explosión de gas se cobró en un colegio de Ortuella, Vizcaya, la vida de 50 alumnos de entre 5 y 6 años, la de dos profesores y la de la cocinera.
Esa herida, imposible de cicatrizar para los más allegados, es el germen de El niño, donde asistimos al proceso de duelo de los familiares del chiquillo (la madre, el padre, el abuelo), los cuales, cada cual a su modo, tratan de superar que un día el Nuco, de solo seis años, marchara cierta mañana al colegio de la mano de su abuelo Nicasio, para no volver jamás.
Una muerte así, tan dramática, tan injusta, una muerte que parte en dos a los familiares que han de sobrevivir esclavos de una ausencia insoportable, no viene nunca sola, sino que deja en la recámara, como en el microrrelato de Bernhard, o como en la propia vida, ya digo, un coro de voces que acaban haciéndose indestructibles.
Ese es el timonel narrativo de El niño, ese grupo de voces que asola a los personajes y les insta a la culpa, al remordimiento, a la negación, a la reconstrucción personal o al deseo de concebir otro hijo para combatir el pensamiento lastimero y recurrente de que sus existencias son solo notas a pie de página de la tragedia.
Y casi en sordina, sin prisa pero sin pausa, acaban saliendo en la novela otras pequeñas historias familiares –o no tan pequeñas–, pasadas y presentes, que describen las fortalezas y las debilidades de estos sufridos personajes.
Para dar forma a esta argamasa de narraciones y emociones, el autor de Patria y Los peces de la amargura, entre otros muchos libros, pone en paralelo el realismo clásico y la disruptiva metaliteratura, que le permiten generar una obra autorreflexiva, cautivadora y sugestiva, un mazazo al corazón del lector donde la pena más lacerante y la imposibilidad de luchar contra esta acaban por convertirse en personajes más.
Para bien o para mal, leer El niño, una de las narraciones más logradas de Aramburu, remueve esas voces quejumbrosas que todos, o casi todos, llevamos dentro. Esas voces del más allá que a veces son más poderosas que nosotros mismos.