Un final digno al día
Un desayuno, un paseo, unas vistas tranquilas al mar, una rutina sin horas, la compañía de la escritura. Un libro tan sencillo, acogedor y luminoso como la vida que describe
«Yo sé que olí un jazmín en la infancia una tarde, y no existió la tarde» (Francisco Brines).
Nada se le pide al verano sino la apacible y feliz calma de sentirse lejos del resto del año. De donde se está, y también de lo que se es, el resto del año. Es una distancia necesaria, sana, y también maravillosa. Una abstracción durante meses deseada que suele cumplir su misión y su expectativa y que, a veces, conlleva una doble suerte: tener la mera posibilidad de marcharse y que dicha marcha no sea únicamente una escapada de la ciudad, la ansiedad y el reloj; sino sobre todo el movimiento hacia un lugar concreto que apreciamos, amamos y al que siempre deseamos volver.
Alfaguara (2024). 120 Páginas
Si una mañana de verano, un viajero
En muchos casos ese lugar, ese pequeño oasis, es «el pueblo». Habitualmente el de la niñez, donde hemos crecido entre animales y árboles, pandillas que correteaban callejuelas y caminos arriba y abajo, con caídas de bicicleta y palacios de arena en la playa, benditos días tan largos, felicidad inocente y desbocada que luego nos protegía durante el otoño. «El pueblo quiere decir no sentirse solo, saber que en la gente, en los árboles, en la tierra hay algo de ti, que incluso cuando no estás te espera», dice el protagonista de La luna y las fogatas, de Cesare Pavese. Para Anguilla el pueblo no era una segunda residencia, un lugar de veraneo, sino las raíces mismas, su primer hogar, pero la vulnerabilidad que experimenta durante su reencuentro es similar a la de José Carlos Llop cuando escribe sobre Mallorca. Con una diferencia: en la voz de Llop esa desnudez es tan apacible, evocadora y agradecida que se saborea como propia y estimula el deseo de conocer su sereno y fantástico mundo secreto.
Hay libros que si son «perfectos» para el verano es porque son en sí mismos esa sensación de plenitud sencilla, son el propio verano, están escritos desde ese sol, esos paseos, esos olores, ese mar. Las pequeñas historias de sus casas, sus enamoramientos, sus excursiones, sus rutinas lentas, parsimoniosas, como estando en paz con todo. Gozo, de Azahara Alonso. La aurora cuando surge, de Manuel Astur. Peregrinos de la belleza, En tierra de Dioniso, todos los bellísimos viajes de María Belmonte. Novelas o ensayos narrados con ligereza, vivencias personales que se comparten y sobre las que se medita, una parada frente a la naturaleza mientras el resto del mundo, ahí fuera, ahí lejos, sigue girando indiferente y feroz.
«Un pequeño puerto de pescadores en una isla del Mediterráneo. Costa montañosa y escarpada, salvaje. Un malecón, una rada y un varadero, todo de dimensiones discretas, fundidas en el paisaje. […] Los días de calma es la imagen de un paraíso escondido; los días de tormenta, la furia de la naturaleza. Así oscila el tiempo, al margen del tiempo de los hombres».
Si una mañana de verano, un viajero es sin duda uno de estos libros. Con un cariño natural y nítido en cada página Llop describe y recorre la casa de Sa Marina, el camino de S’Estaca, la ermita de la Trinidad, el bucear el Mediterráneo desde Na Vermella, mientras cada recodo y cada nombre le evoca un recuerdo personal, una pintura, una película, sus escritores favoritos (Durrell, Chatwin) o, especialmente, una metáfora con la lectura y con el oficio de escribir («no sé si fue la casa de la vida, pero sí lo fue de mi literatura»). Si para Anguilla, el personaje de Pavese, «las colinas de Canelli son la puerta del mundo», para José Carlos Llop lo sería el paisaje desde Sa Marina o Sa Francesca. Dar un paseo por la rocosa colina, protegido por el bastón y acompañado de sus perras, regresar bajo el atardecer, sentarse al ordenador y escribir, su familia cerca, a veces la visita de algún amigo. Y no necesitar nada más hasta el día siguiente.
Esa es una de las sensaciones más relevantes del libro (y de «poseer» o, quizá mejor, ser acogido por un paraíso): uno nota cómo cambia radicalmente su ambiente, su ánimo, se desmiembra de lo demás, de lo que está fuera. Uno contempla el silencio, a veces distraído por los pájaros, los perros o una máquina que siega el campo, mientras la luz del día va cambiando y, de repente, se da cuenta de cuán poco importan algunos problemas que en ese otro día a día angustioso de la ciudad nos consumen. Lo importante está aquí, ocurre aquí, y sigue ocurriendo cuando nos vamos y ya no la vemos: la naturaleza respirando, a veces convulsa y otras tranquila, pero siempre en su orden lentamente imparable. La verdadera vida es el árbol echando sus primeras flores, un caracol comiendo las hojas de la higuera, los pies descalzos sobre el césped o la arena, la mirada asombrada y relajada que se olvida de las horas.
«Siempre regresé del puerto a la ciudad con un color de piel excelente, un fajo de folios escritos y una placidez alegre que me duraba varias semanas: había vivido apartado del mundo durante cuarenta días y nada del mundo me afectaba. Sólo la literatura, de la que siempre he dudado que pertenezca a este mundo. Y ella. Y al poco nuestros hijos, que tanto nos unieron en la casa junto al mar».
La despedida siempre es triste y al mismo tiempo feliz por lo vivido; por habernos sentido vivos de verdad. Esa conciencia y esa gratitud, como hace Llop en este libro, es otorgar un final digno al día, al paisaje, al verano, a esta valiosa felicidad tranquila que estamos olvidando y desperdiciando y que tanto se disfruta cuando la recordamos y honramos.