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18 de septiembre de 2024

Boris Karloff, como la Criatura, y Marylin Harris, en la también clásica adaptación de 1931

Boris Karloff (como la Criatura) y Marylin Harris, en la también clásica adaptación de 1931Universal Films

La historia del científico que se arrepintió de dar vida a su criatura, nada más verla

El ser que sale de las manos del doctor Frankenstein sitúa la felicidad –formulada en términos modernos, roussonianos, no aristotélicos ni cristianos– como sustituto de la virtud

Frankenstein es un personaje que resulta bastante reconocible en la cultura popular. Aunque con una particularidad: solemos identificar con este nombre al monstruo hercúleo, con tornillos en el cuello y la frente como un tiesto. La imagen de Frankenstein más extendida es la del inglés Boris Karloff en la versión cinematográfica de 1931, producida por Carl Laemmle Jr. –hijo del judío inmigrante alemán de quien heredó el nombre y la dirección de Universal Pictures–, el mismo productor de casi todo el cine clásico de terror de esa década: desde Drácula (1931), La momia (1932) o El hombre invisible (1933) hasta Satanás (1934) o La novia de Frankenstein (1935), aparte de otros títulos y géneros. Karloff y el húngaro Béla Lugosi –su Lugoj natal es, a partir del Tratado de Trianón, territorio rumano– fueron actores habituales en estos largometrajes, que solían durar algo más de 70 minutos. Sin embargo, Frankenstein es, en propiedad, el científico desquiciado que ha creado al monstruo, un ser anónimo y, precisamente por tosco y espeluznante, infeliz, marginado y brutal.

Portada de frankenstein-o-el-moderno-prometeo

Alianza Editorial (2021). 288 Páginas

Frankenstein o el moderno Prometeo

Mary Wollstonecraft Shelley (F. Torres Oliver, trad.)

La novela en la que se inspira esta y otras películas se publicó en 1818 en Londres, aunque fue retocada en ediciones posteriores, sobre todo, la de 1831. Las diferencias entre la adaptación cinematográfica y la novela son notorias, algo que procuró enmendar en 1994 el británico Kenneth Branagh. Para empezar, esta es una historia ambientada en la segunda mitad del siglo XVIII, según podemos colegir. Mary Wollstonecraft Shelley, su autora, se llamaba Mary Godwin –y cumplía diecinueve años– durante el verano de 1816, que fue cuando escribió esta novela de extensión media y que contiene las limitaciones propias de la juventud. Por aquel entonces, era amante del poeta Percy Bysshe Shelley, que estaba casado. La esposa de Shelley y una hermanastra de Mary se suicidaron pocos meses después. Luego, Mary y el poeta contrajeron matrimonio. En la vida de Mary y su entorno, aquella fue una etapa de relaciones turbulentas, abortos naturales, hijos ilegítimos e incluso lo que se ha conocido como el «año sin verano». Ese verano fue el de 1816, precisamente.

Dicho de manera resumida, una serie de factores –descenso de la actividad solar, intensas erupciones volcánicas en el otro extremo del planeta– provocó que 1816 resultara un año frío. Mary, su amante, lord Byron, Polidori y otra hermanastra de Mary -quien estaba gestando a una bebé que quizá fuese hija de Byron o del propio Shelley– pasaron juntos varios meses muy cerca de Ginebra y su lago. Las adversas condiciones climáticas los obligaron a permanecer encerrados en casa más tiempo del que hubieran querido; entonces, como remedio, Byron les propuso: «Vamos a escribir cada uno un relato de fantasmas». A mediados de junio, Mary Godwin –al cabo de poco tiempo, Mary Shelley– redactó Frankenstein o el moderno Prometeo, y Polidori escribió El vampiro, que publicó en 1819, dos años antes de quitarse la vida.

De la novela hay muchos aspectos resaltables. Para empezar, la relevancia que adquiere su aún escasa experiencia vital. Algo palmario en las ubicaciones en Escocia y Ginebra, muertes prematuras en la familia –como la de su madre, que falleció al darla a luz–, y el tono que mezcla actitud romántica –al modo de las Ensoñaciones del paseante solitario de Rousseau, ginebrino como el doctor Victor Frankenstein desde la edición de 1831– y educación liberal, en un sentido similar a lo que más tarde será el krausismo español, por decir de una manera rápida. El influjo de Rousseau es constante e implícito a lo largo del libro, empezando por un planteamiento antropológico basado en la mera satisfacción de las necesidades básicas. A eso parece aspirar el «buen salvaje» del monstruo, que sólo pretende ser bien recibido, tener unos pocos amigos y añadir a su vida una pareja, y por eso le pide a Frankenstein una compañera con la que solazarse: «debes crear una hembra para mí, con la que pueda vivir intercambiando los afectos que mi ser necesita». Y tal influencia se prolonga en la constante referencia a los estados emocionales y a paisajes amenos. Curiosamente, el entorno de los Shelley se asemejaba, en algunos detalles, a la vida del propio Rousseau, tanto por ciertas licencias amorosas como por el modo como Byron trató a la que parece que era la hija que engendró con la hermanastra de Mary Godwin. En todo caso, las aspiraciones de cariño familiar que se narran en Frankenstein coinciden bastante con lo que vivió o deseó Godwin en sus primeros años, pero no con lo que prodigó el autor de El contrato social. En Godwin nos encontramos un modelo familiar parecido al de nuestro tiempo, rico en «familias recompuestas».

De manera explícita, Frankenstein se muestra heredero de John Milton y su poema El paraíso perdido. De hecho, la novela de Mary Shelley comienza citando esta obra: «¿Te reclamé, Creador, que, a partir de mi barro, me moldearas hombre? ¿Te requerí que me alzaras desde las tinieblas?». Si a esto añadimos la valoración negativa de la presencia española en América, el trasfondo ateo en que abreva la autora, el subtítulo de la novela (El moderno Prometeo), y el contexto cultural y científico de la época, entenderemos que esta narración abre muchas cuestiones. Porque esos son los años de Luigi Galvani, de Alessandro Volta, y de Erasmus Darwin –abuelo de Charles Darwin y amigo de los Godwin–; la época en que la electricidad y las indagaciones sobre la biología inician un nuevo paradigma. ¿Puede la electricidad dar vida a un cuerpo muerto? ¿De verdad se sigue pensando que Dios sea el autor de la vida? Como leemos en Frankenstein, la ciencia ahora puede desentrañar los secretos de la vida; una ciencia que ya no busca el elixir de la juventud ni la piedra filosofal, sino que inspecciona los funcionamientos físicos y químicos del universo. «Quizá podría reanimarse un cadáver; el galvanismo había dado pruebas al respecto», dice la autora en la introducción.

¿Es el doctor Frankenstein una imagen del Dios tradicional, o es una advertencia acerca de lo que el ser humano puede lograr y que en nuestros días, con tanta ansia transhumanista, cobra una urgencia perentoria e irrevocable? ¿El libro contiene alguna noción sobre la idea de Dios, o es un mero nombre vacío que se intenta evitar? ¿Por qué se alude también al diablo? ¿Cuántos niveles de interpretación hay en Frankenstein? Con las anotaciones que hemos acumulado hasta el momento, podemos tener materia para leer esta novela con las antenas sintonizadas en distintas frecuencias.

Tengamos en cuanto que, al contrario del Dios bíblico, el doctor Frankenstein ha dado vida a un ser caracterizado por su fealdad, por su deformidad. «El horror y la repugnancia inundaban mi corazón. Incapaz de soportar el aspecto del ser que yo había creado, salí corriendo de la cámara (…). Ningún mortal podría aguantar el horror de aquel semblante. Una momia dotada de nuevo de hálito vital no sería tan espantosa como aquel desastre», reconoce el científico. Nada más ver a su criatura, entendió que era un monstruo. Sin embargo, a lo largo del libro, el engendro emergido de su laboratorio nos muestra no sólo su descomunal fuerza, sino sus intenciones primeras: una vida natural, apartada, vegetariana y con algo de cariño. Al no recibir esto último, trama venganza. Frankenstein, «moderno Prometeo» –tiene más de cultura de la Modernidad que de aquel titán que robó el fuego a los dioses para iluminar a la humanidad–, ha traído al mundo a una suerte de cíclope «buen salvaje», que se deja llevar por la furia y frustración.

Aparte de la fealdad del monstruo, otro de los aspectos esenciales de esta historia es el frío, los glaciares, los témpanos polares. Es un frío gélido que aparece en muchas páginas y partes en que se estructura la narración. Porque esta novela incluye relato dentro de relato, y varias voces que cuentan lo que otra persona cuenta: el monstruo habla a través de Frankenstein, el cual habla a través del explorador científico Walton –tan obsesionado en sus pesquisas como el doctor, y no sabemos si busca con más ahínco el Polo Norte o una amistad profunda. Y también hay cartas, que añaden, en algunos casos, lo que en otras misivas se desconocía o aún no había sucedido. La expedición al Polo Norte tiene algo similar a la que décadas más tarde emprenderá otro erudito enajenado de la sociedad: Nemo. En Veinte mil leguas de viaje submarino (Julio Verne) se sigue asumiendo la teoría de un clima templado en los extremos del planeta, en vez de los casquetes congelados que hoy conocemos.

Quizá insistiremos poco en el grado de modernidad e influjo roussoniano que trasmite este libro. Porque sitúa la felicidad –formulada en términos modernos, roussonianos, no aristotélicos ni cristianos– como sustituto de la virtud: «Hazme feliz, y volveré a ser virtuoso», se compromete la criatura con su creador. En la edición de 1831, términos como happy, unhappy, happiness, etc. aparecen 124 veces, y en la 1818, en 130 ocasiones. Las encontramos dos veces cada mil palabras.

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