Temo a la 'tradiwife' aunque traiga pasteles
Hay quienes están más familiarizados con la cuestión. Incluso existen discusiones acerca de los parámetros que definen o deberían definir a una «traditional wife» o «esposa tradicional»
No pocos de quienes se entusiasman con las tradwives añoran algo que nunca vivieron, y sitúan la «tradición» en la idealizada América de Eisenhower, en casas unifamiliares con frondoso jardín delantero y una esposa de impoluto maquillaje y rostro amable.
La palabra tradwife (o tradiwife, como también dice alguien) se lee o se escucha de vez en cuando. Hay quienes están más familiarizados con la cuestión, y hay quienes no se aclaran de en qué consiste. Incluso existen discusiones acerca de los parámetros que definen o deberían definir a una «traditional wife» o «esposa tradicional». Pero, antes de entrar en harina, repasemos el contexto.
Los cambios que hemos vivido a lo largo de las dos últimas generaciones son algo que jamás había experimentado nadie en toda la historia. Porque no sólo hablamos de profundas alteraciones culturales, sociales, institucionales, sino tecnológicas. En casa de mi abuela la mayoría de conservas, mermeladas, mantequilla, jabón se elaboraba de manera artesana. Antes de la democratización eléctrica, limpiar la ropa en el río o en el lavadero del pueblo, restregando las prendas y secándolas al sol, era una práctica que continuaba –con apenas alguna modificación de tiempo en tiempo, como la pila doméstica– lo que se venía haciendo desde siglos atrás. El «desarrollismo» permitió que en los hogares entraran las batidoras y los lavaplatos; los supermercados facilitaron comprar carne sin tener que acudir a la matanza del cerdo o sin tener que sacrificar y desplumar la gallina en la cocina. Gracias al Seat 600, millones de familias pudieron desplazarse a su antojo por toda España. Las vaquerías se cerraron, y con ellas, las vacas y el heno salieron de las ciudades, y empezamos a consumir leche envasada que, si bien perdía algo –o mucho– de sabor, nos ayudaba a ganar tiempo y comodidad. Y puede que salud.
Estos cambios han ido de la mano –no como necesaria, intrínseca consecuencia, pero sí como casi inevitable secuela, como un corolario fáctico– de algunas mutaciones. Antes, en una casa vivían cinco, seis, ocho personas y sólo usaban un coche. Ahora, manejamos dos coches y residimos en el hogar dos, tres o cuatro personas. Antes, y en algunos ambientes, las mujeres de la familia no participaban en actividades profesionales. Costura, piano, misas y rosarios, leer novelas y visitar parientes constituían algunas de las ocupaciones reservadas para el sexo débil, en aquellos entornos en que había suficiente holgura económica –lo que requería, como contrapartida, contratar a limpiadoras, cocineras, cuidadoras: «chachas» y «criadas» con cofia y delantal y a quienes no se les permitía mayor ambición que casarse con un fontanero o un chófer. Cierto que, al mismo tiempo, había cada vez más mujeres en las universidades, y mujeres que conducían camiones y dirigían empresas. Mujeres farmacéuticas y maestras. Por aquella época, Mercedes Formica denunció que muchas mujeres maltratadas por sus maridos no tenían adónde irse cuando solicitaban la separación legal, pues el domicilio no se consideraba entonces «conyugal», sino del esposo. Unos años después, las mujeres pudieron acceder a las oposiciones de judicatura en igualdad de condiciones con los hombres; hoy observamos los resultados, con mayoría femenina en los juzgados, lo mismo que sucede en el ámbito sanitario.
Mi abuelo materno era hombre de cierta cultura y de izquierdas –al contrario de lo que algunos creen, no es, desde luego, una redundancia, pero tampoco un oxímoron. Durante nuestra guerra, él trabajaba en el Ministerio de Defensa Nacional dentro del Negociado de Extranjeros; a finales de enero de 1939 se hallaba en Figueras y, al cabo de una semana, mientras Azaña y los despojos de su gobierno frentepopulista huían a Francia, él se rendía a las tropas Nacionales. Pocos días más tarde, se encontraba retenido en el campo de concentración de Rota; en cuestión de un par de meses se reincorporó a su trabajo en el Banco Hispanoamericano de Linares. Lo recuerdo leyendo El País, jubilado y sonriente. Por lo que me cuentan, siempre se resistió a que las mujeres estudiaran en la universidad u ocuparan un puesto en oficinas; según él, «una mujer que trabaja le está quitando el empleo a un padre de familia». Victoria Kent no opinaba de manera muy distinta a mi abuelo.
El vértigo de los cambios, en especial durante lo que llevamos de siglo XXI, nos marea. Nos lleva a preguntarnos si hemos perdido demasiado de aquel «mundo de ayer», por parafrasear a Stefan Zweig –¿cuánta sabiduría hemos perdido con tanta información?, remedo a T.S. Eliot. Echamos de menos las meriendas de pan con chocolate de barra o con pan tostado, aceite y sal que preparaba la abuela o nuestra madre. Echamos de menos llegar a casa y saber que ahí estaba la madre o la abuela, y que olía al orégano y pimentón que se añadía a las patatas al ajillo. Echamos de menos observar a la abuela remendar calcetines o elaborando chorizos artesanos. Lloramos, de dicha inefable, recordando el aroma de la fritura de pescado, de los guisos de caracol, de los churros que traía el abuelo de la plaza y cuya punta sumergíamos en un azucarero malva de aluminio anodizado. Cuando volvemos al pueblo, limpiamos con mimo el Seat 600, y nos damos una vuelta; es agradable pasearse en primavera con este coche y acercarnos a la ermita donde está enterrado el bisabuelo. No conduciremos el Seat 600 para un viaje de más de una hora, ni cuando el calor del verano resulte incómodo. Más incómodo, empero, será que nos prohíban el 600, y que no podamos comprarle al vecino un capón tomatero o el aguardiente que sigue destilando en el alambique de su sótano.
En este contexto, puede comprenderse algo ese fenómeno o conjunto de fenómenos que solemos etiquetar, como en un cajón de sastre, con el rótulo de «tradiwife» (o tradwife). Aparece una jovencita con voz melosa y mirada de algodón, nos explica en un vídeo de Instagram o Tiktok una receta que promete deleite en nuestra boca, y le endosamos el sello de tradwife. Luego, en este mundo algo artificioso y de burbuja –de autorreferencialidad, diría el papa Francisco– que son las redes sociales del universo virtual, se discute. Ahí comentan unos que la jovencita supone una reivindicación de valores tradiciones, y lo celebran; y enfrente surgen las feministas, precisamente para quejarse de lo mismo. De entre esa banalidad, lo poco que cabe añadir por mi parte es que las críticas que se vierten contra las supuestas tradwives son meras menciones de virtudes resumidas en «hacer feliz a su marido». Pero no nos engañemos: lo que sea una tradwife no es más que un artefacto del universo digital, y no tanto la persona concreta que cuelga sus vídeos en Internet y que, en no pocos casos, no se ha adjudicado a sí misma la etiqueta. No pocos de quienes se entusiasman con las tradwives añoran algo que nunca vivieron, y sitúan la «tradición» en la idealizada América de Eisenhower, en casas unifamiliares con frondoso jardín delantero y una esposa de impoluto maquillaje y rostro amable.
Eso que llamamos tradwife se antoja un vagido que recuerda –aunque con otra estética– a los simpáticos y evocadores dibujos de ilustradores de hace un siglo, como Anderson Harold, Andrew Loomis, Norman Rockwell o los hermanos Frank X. y J.C.
Leyendecker. En aquellas estampas podemos ver desde amas de casa con sonrisa de oreja a oreja que ofrecen un suculento y enorme pastel, hasta niños que disfrutan de una existencia algo silvestre en un campamento veraniego. Por eso es importante ir más allá del vagido, de lo banal, de la viñeta. La pizpireta jovenzuela almibarada pone un vídeo en que nos relata cómo va a hacer un sándwich de queso: primero elabora mantequilla con la que lograr la masa del pan adecuada. Pero no bate la nata con sus manos –la nata no se sabe de dónde sale–, sino con una máquina amasadora. Mi abuela hervía a diario la leche recién ordeñada, e iba guardando la nata que emergía; luego, cuando acumulaba suficiente nata, la batía a mano. Resulta llamativo que haya quienes quieran localizar algo tradicional en el empleo de una batidora eléctrica. Lo cual nos debería llevar a preguntarnos qué es tradición, y si de verdad es enemiga del progreso. ¿O más bien puede ser buenas hermanas unidas por la mesura y la sensatez?
La tradwife cabe entenderse como una respuesta o contrapunto a toda una acumulación de novelas, series y películas como Dirty Dancing, Pleasantville, Las mujeres perfectas (The Stepford Wives), La sonrisa de Mona Lisa (Mona Lisa Smile), Criadas y señoras (The Help), o incluso Manual de la buena esposa (La bonne épouse). Durante varias décadas se ha descrito a la mujer de antaño como esposa subyugada y ama de casa sonriente, y frente a ella se ha propuesto a la mujer actual y emancipada que ha protagonizado Sexo en Nueva York (Sex and the City). Guerra de mitos, relatos, ficciones.
Espigando en estos vagidos y estas banalidades, adivinamos algo que sí puede tener un ápice de substancia. ¿Por qué una chica de veinte años pretende cocinar de una manera artesana, aunque con las ventajas que aporta la maquinaria más moderna? ¿Y por qué algunos se empeñan en detectar en esos vídeos de gastronomía como entretenimiento un arquetipo de mujer que creen que ha desaparecido y, como la Bella durmiente, espera un beso para retornar a la vida? Hay quienes creen que esto de la tradwife es un síntoma de la añoranza por el hogar. En este sentido, me fío del criterio de Aurora Pimentel y de Enrique García–Máiquez, que saben que la tradwife y el anhelo de retorno al hogar –y a la posibilidad de mantener un hogar digno con un solo sueldo– son senderos que discurren por territorios distintos y sobre superficies diferentes. Es una cuestión que se parece a la sustitución de los hijos por los perros: personas que quieren cubrir un vacío emocional, pero planteando mal el problema desde el inicio. Entre otros motivos, porque un hijo nunca es arreglo a una carencia del corazón.
Quizá la tradwife sea el espejismo que provoca nuestra nueva cultura. Una cultura que es como el agua para los peces y que responde a unos criterios muy distintos a los de aquel mundo en que el Seat 600 emergía como progreso liberador. Porque el Seat 600 nos llevaba a Torremolinos, un lugar que la industria del turismo desgajaba de su tradición pesquera, de sus fábricas de azúcar de caña o del trabajo al que entonces se dedicaran esos hombres y mujeres. Hoy vivimos descentrados por los medios, las series, la televisión, el móvil, la publicidad, por propuestas que son arquetipos artificiosos, que no son modelos que transmitan un valor, sino que se parecen más a modelos de consumo, a productos troquelados en serie. En consecuencia, no somos capaces de estar centrados en lo nuestro, en lo que somos, en qué somos, y en qué o quién es la otra persona. ¿No es la tradwife una esposa como producto de consumo con su etiqueta homologada?
Sin embargo, en vez de tradwife, hoy hay bastantes hombres conscientes de que pretenden elegir a alguien –o alguien los va a elegir– con defectos y virtudes. Una esposa que llevará bikini o bañador completo, le gustarán los toros o no soportará una capea, le entusiasmará el fútbol o no le resultará indiferente. Una esposa más allá de un etiquetaje, y un marido que sentirá repulsión cuando alguien pretenda etiquetarla. Dirá aquello de Salinas: «enterraré los nombres, los rótulos», porque «sólo tú serás tú». Todavía hay hombres que asumen que existen criterios que orientan a la hora de buscar esposa: qué interés le genera el hogar, qué relevancia da al hogar o al trabajo, qué piensa de tener hijos, si cree que un «mi carrera profesional» está o no al servicio de un «nuestro hogar», si para ella la familia es un añadido a su proyecto vital o bien lo transforma… Para el que cree que profesa ideas de verdad tradicionales, no habrá mejor orientador que el Espíritu Santo, y no habrá mejor ayudante que el Custodio. Mesura y sensatez.