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Dibujo para La mano que cura

Dibujo para La mano que curaAndrea Reyes

La mano que cura y cuenta

Lo más interesante de buscar respuestas son las nuevas preguntas que trae y suscita el pasado. Esta novela mágica, sugerente, silenciosa, está llena de ambas cosas... y de otras que no se dicen, pero se dejan averiguar a través de su lenguaje poderoso

«Todo lo que ya fue está siendo siempre». Una frase se repite ocasionalmente a lo largo de un libro y uno se acuerda de ella, incluso cuando no lo está leyendo, porque sus personajes y la propia historia inciden en que es un significado importante. Todo lo que ya fue resuena, está siendo siempre. Resuena porque dijeron que debe hacerlo y porque, más allá de Ana Gregoria, de Soledad y de Lina, es una frase cierta. Y porque, más allá de serlo a través de nuestros recuerdos, esa frase es metáfora del libro que la creó: no siempre, pero a menudo, si la escritura es buena, los libros parecen cobijar historias que han ocurrido realmente en algún lugar del mundo, que ocurren continuamente, que sus distintos tiempos coexisten, que cada página está sucediendo cuando se lee pero también cuando no se lee, por el mero hecho de haber sido escrita, de ser, de estar ahí.

Portada de La mano que cura

Tránsito (2023). 256 Páginas

La mano que cura

Lina María Parra Ochoa

La mano que cura, de Lina María Parra Ochoa, es una coexistencia de momentos, nombres y secretos que se van encajando y comprendiendo entre sí, de forma generosa, misteriosa y reconfortante, conforme avanzan las vidas de sus personajes. Una anécdota incómoda y minúscula –unas moscas que no se marchan– abre la narración y la mirada al duelo de Lina (y de su madre Soledad, y de su hermana Estefanía) por la muerte de su padre, Iván. La sucesión de días raros, incompletos, de habitar lugares habituales y un cuerpo habitual como si no se estuviera del todo en ellos, maneras distintas de defenderse ante dolores que se viven por primera vez («una rabia que no entiendo del todo hacia la gente a la que no se le ha muerto nadie, hacia el silencio que se cuaja entre mi hermana, mi mamá y yo, hacia los espacios vacíos»). Y el recuerdo, a raíz de las moscas que no se van, y de unas pisadas que se escuchan aproximándose pero ante las que no responde ninguna presencia visible, del pasado.

La mirada regresa entonces a cuando Soledad era la niña Sole, y a Ana Gregoria, maestra de primaria que pasa a ser maestra del saber ver con los ojos despiertos, y saber utilizar los poderes que guardaban sus manos. Poderes que hay que ocultar al resto del mundo, aunque deben utilizarse para ayudar a ese resto del mundo. Escoger las buenas causas, las causas justas, no dejarse llevar por venganzas o caprichos; sanar. Ana Gregoria acompaña a Sole a abrir los ojos y las manos mientras, inevitablemente, ésta se distancia un tanto de su familia y del transcurso común e ignorante de los días. Y aprende mucho más que a sanar: aprende a aprender sola, a conectar experiencias con términos que hasta entonces le eran desconocidos. «El mundo estaba quieto, detenido como al borde de un abismo. Soledad tenía en los brazos un bebé sin edad ni tiempo ni vida, y los once años de su existencia le pesaron como si fueran prestados. Entendió, sin que nadie le explicara, qué era la muerte, qué cara tenía, cuánto pesaba, cómo se sentía cargarla envuelta en un trapo blanco. Entendió que eso ahí, entre sus brazos, era el silencio».

Todo lo que ya fue está siendo siempre, y el tiempo salta de Soledad a Lina, mientras la primera va creciendo y comprendiendo y la segunda percibe que las extrañezas que la rodean quizá sean que también posee los poderes, aun cuando sus padres procuraron protegerlas de ello. Y Lina descubre que hay varias clases de poderes: los de su madre, diríase mágicos, y los de su padre, nacidos desde el fondo del mayor amor. La lectura, cuando vuelve al presente, después de haber revelado momentos precisos del pasado, crece en intriga, sutilidad, recovecos, matices: «Casi no hablamos de lo que pasa en la casa, pero las tres sabemos. Sabemos que esa humedad pesada que se respira en el apartamento, es una huella. Sabemos que el frío inusual que hace adentro de los cuartos, aunque fuera estemos casi a treinta grados, es una huella. Sabemos, pero no decimos nada porque seguimos con ese vicio de callarnos las cosas, y yo pienso que eso tal vez sea otra huella».

Con una dulzura oscura y un aura similar al de Mariana Enriquez, Juan Rulfo, Fernanda Melchor o Irene Solà, La mano que cura recorre pequeñas historias que no parecen tener en sí mismas un interés particular; uno no permanece en este libro por la trama, aunque indudablemente sus seres sean extraordinarios. Sobre brujerías y brujas, sobre pueblos donde habla la naturaleza a través de ojos despiertos, hay muchos libros. Se permanece porque el lenguaje seduce y atrapa, porque logra convertir esos seres extraordinarios (y los ordinarios) en reales, porque se habla de magia pero también de maduración, de familia o de duelo, porque a cada instante puede pasar cualquier cosa y una oscuridad nueva se ilumina, pero todo se cuenta como en un susurro, una fábula, una leyenda, con tanto cuidado..., algo hermoso que se comparte deseando que fuese verdad. Y lo es, ahí adentro. Lenta y repetidamente Sole conoce a Ana Gregoria, y Lina va en busca de Ana Gregoria cuando ésta es anciana, para entender lo que entendió su madre de niña. Y ninguna es más que otra, todas se complementan. Y el conocimiento, la memoria, el dolor se comparten a través de las manos que curan. «Uno no es nada. Uno es un canal por donde pasa lo que es verdad».

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