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Cómo ser conservador de Roger Scruton

Cómo ser conservador, de Roger Scruton

El Debate de las Ideas

La belleza como sustituto de la religión en Roger Scruton

Una primera aproximación al pensamiento de Scruton requiere considerar que éste se configura desde un prisma marcadamente anglosajón

La originalidad de la obra Cómo ser conservador de Roger Scruton reside en que logra compilar de manera sistematizada el pensamiento del filósofo británico. El libro recoge las conclusiones a las que ha llegado en las diversas áreas que han sido objeto de su estudio. Por ejemplo, el capítulo octavo La verdad del ecologismo es un resumen de su obra Green Philosophy y el capítulo decimotercero Un discurso de despedida que proscribe el duelo, pero admite la pérdida sintetiza algunas de sus principales posturas con respecto al arte y a la belleza de Beauty o de la religión en The Soul of the World.

Una primera aproximación al pensamiento de Scruton requiere considerar que éste se configura desde un prisma marcadamente anglosajón. Sus posturas en lo relativo a la belleza y a la religión se encuentran en diálogo permanente con el anglicanismo. Y es, pues, desde ese credo anglicano que aborda el problema de la pérdida de la fe en Inglaterra y su visión trascendente de lo bello.

Sin embargo, las contradicciones e incongruencias insalvables de la Iglesia anglicana hacen imposible para el autor y para el pueblo inglés mantener la fe en la santidad y religiosidad de la institución. La situación es insalvable desde su origen en el conflicto entre la potestas (el poder socialmente reconocido de Enrique VIII y su voluntad de divorciarse de Catalina de Aragón) y la auctoritas (la Iglesia Católica, en la figura del papa Clemente VII). Tras la ruptura entre ambas instituciones, Enrique VIII subsume la auctoritas y la potestas en su persona convirtiéndose en cabeza de la corona y de su nueva iglesia, una nota fundante de las monarquías absolutas y del principio de soberanía que teorizaría con posterioridad Bodino en Los seis libros de la República. Una soberanía que sería, a su vez, el elemento esencial de los Estados Modernos como forma de organización política.

El resultado es «una iglesia protestante cuya liturgia proclama católica; una iglesia nacional con una grey global; un depósito de santos sacramentos que está regulado por un Parlamento laico; una comunión apostólica cuya autoridad desciende de san Pedro, pero cuya cabeza es el monarca inglés». Scruton concluye que «visto de cerca es todo un disparate». Compara a la iglesia anglicana con la vajilla rota que queda tras una vida de peleas conyugales y llega a poner en duda incluso la sacralidad de los sacramentos que imparte. Hace suyas las palabras de Orwell en las que afirma que «la gente común de Inglaterra carece de una fe religiosa definida y así ha sido durante siglos... Y, sin embargo, han retenido una huella profunda de sentimiento cristiano, a pesar de haber olvidado casi el nombre de Cristo».

La solución de Scruton pasa, por tanto, por alejarse unos pasos y observar la institución desde la distancia a través de una cierta neblina otoñal, que es la manera poética de decir que se hace necesario desviar la mirada de lo incómodo y tratar de buscar la validación de la iglesia anglicana en otras fuentes como: la belleza y el sentir británico.

Por un lado, sostiene que la iglesia anglicana no debe mantenerse por el hecho de ser un factor productor de religiosidad sino por ser una representación del trasfondo de la vida nacional, un signo de identidad intrínsecamente enraizada en lo anglosajón y en el sentir británico. Por otro lado, afirma que, aunque por la propia condición interna de la institución ésta no puede aportar a la sociedad británica un carácter religioso en clave teológica, el sentido de lo sagrado puede verse salvaguardado e incluso infundido en el pueblo inglés a través de la belleza que un día esa iglesia generó.

Scruton entiende la belleza como una forma de plasmar de manera tangible las verdades inmutables y de hacer de lo trascendente algo material. Así, la belleza de la liturgia, la arquitectura y la tradición cultural, aportan a la comunidad política un ritualismo que -aun despojado de una fe definida, vivida y de una cosmovisión subyacente que configure las almas- es capaz de infundir una dimensión espiritual en el pueblo y que, en su concepción convencionalista, considera fundamental para garantizar la cohesión popular.

Esta idea de ritualismo secular queda perfectamente reflejada en un párrafo de su obra: «la Iglesia Anglicana […] ha bautizado, casado y enterrado a los ingleses sin sentir que estaba hiriendo sus sensibilidades […] ha evitado las profundas cuestiones metafísicas. […] Ha dejado poco a poco de preguntarse si tiene un título legítimo de santidad […], ha desarrollado un papel menos angustioso e inquisitorial, dando un paso al frente con palabras y música en ocasiones solemnes y llenando de vez en cuando la campiña con el sonido de las campanas. Y ha mantenido edificios que son hoy la principal atracción turística de cada aldea.»

Es cierto que, como explica Chesterton en el Hombre eterno, la capacidad artística y la representación figurativa son un atributo puramente humano y un elemento diferencial del hombre frente a la bestia. El arte bello es una realidad que apela a la esencia humana misma -esto es, al alma- y que puede interpelar, como disponía San Agustín, a las verdades trascendentes que habitan en el interior de la persona. El problema surge cuando Scruton, en un ejercicio de la voluntad, no plantea el rescate de las verdades fundantes de esa belleza, ni pretende el renacer del sentido de lo religioso. Entre otras cosas, por aquello de declararse firme defensor de la iglesia anglicana que es, al mismo tiempo, la que considera como principal impedimento para dicho renacer.

En última instancia lo que se propone es la belleza como sustituto de la fe ante la pérdida de la religiosidad. Sólo queda aferrarse a la falacia de Dostoievski en el El idiota de que «la belleza salvará el mundo». Pero este bello ritualismo, despojado de las verdades subyacentes que lo inspiran, se vuelve insustancial y, al igual que un árbol talado, el esplendor del follaje durará el tiempo que subsista la savia que las ya extirpadas raíces un día produjeron. Además de que esa máxima recoge, según el cardenal Sarah en su obra Se hace tarde y anochece, una concepción superficial de la belleza, infecunda y peligrosamente corruptible.

Sin esos anhelos trascendentes, el hombre no sólo queda inhabilitado para generar nuevos actos bellos, sino también para preservar los ya existentes. Este planteamiento condena a la esterilidad religiosa y conforma una idea de civilización efímera que -en palabras de Chesterton- adora las cenizas, pero no preserva el fuego.

No me gustaría terminar esta reflexión desdeñando una nota graciosa que puede captar la atención. Después de ingerir este extenso intento de defensa del anglicanismo y de lo anglo, ya en la última página del libro, encontramos una delicada pincelada de la Providencia en la que, con un ingenioso y sugestivo humor, se lee: «Este libro se terminó de imprimir en Madrid, el 22 de junio, Festividad de Santo Tomás Moro, patrón de los políticos y buen servidor del Rey, pero primero de Dios.»

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