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César Wonenburger
César Wonenburger

Mozart ya resolvió el dilema sobre 'The Bear', la serie de moda

Sesudos expertos analizan estos días si el nuevo éxito televisivo de Disney es un drama o una comedia, como otros se afanan en delimitar, cada semana, las particularidades de los géneros

Actualizada 04:30

Retrato de Mozart y Jeremy Allen White en The Bear

Retrato de Mozart y Jeremy Allen White en The Bear

Para quienes en estos tiempos confusos compartan almuerzos o cenas con adolescentes, la conversación (de darse) puede terminar convirtiéndose en un tremendo desafío, como el de descifrar el más intrincado de los jeroglíficos. A la hora de los postres, al preguntar por este o aquel amigo de los más jóvenes de la casa sobre asunto tan trivial como si fulanito tiene pareja, la respuesta podría demorarse durante largos minutos analizando con aparente paciencia de entomólogo, desde el punto de vista del interrogado, bien las distintas posibilidades del poliamor (la monogamia sucesiva de toda la vida) o los delicados matices que embrollan la otrora sencilla cuestión de los géneros: ahora mismo que si el binario, no binario, fluido, pangénero, cisgénero, y otras aportaciones importadas desde los campus universitarios norteamericanos, permanentemente ensimismados en el análisis de todas las aristas del «yo».

Con la peculiaridad además, para quien se proponga estar al día sobre los últimos hallazgos sociales, de que cada semana aparece una nueva clasificación destinada a incorporar cualquier nimia particularidad desapercibida. El sentido último de aplicar el método científico tanto a las relaciones personales como a establecer virtuosísticas variantes a lo que durante toda la vida había sido un hombre y una mujer obedecería en última instancia al bienintencionado deseo de «no dejar a nadie atrás», que ningún individuo pueda llegar a sentirse desplazado, ni muchos menos cuestionado, sobre tan íntimas cuestiones.

Un afán por distinguir que en el fondo discrimina

Por el contrario, cualquiera con algún peso acumulado ya en las alforjas de este incierto camino de espinas podría pensar lo siguiente: ¿no entraña este puntilloso afán por poner etiquetas, situándolo todo en pequeñas parcelas bien acotadas, otra manera quizá más sutil de discriminación? ¿Rizando el rizo a través de este insaciable afán por tenerlo todo bien clasificado, no estaremos logrando justamente el efecto contrario, separar en vez de unir?

Para quienes siempre han abogado por un mundo ideal sin fronteras (en el que como soñaba Schiller, hasta lograr obsesionar a Beethoven, todos los hombres pudieran llegar a convivir naturalmente como hermanos), ¿no resulta esta obsesiva reivindicación de lo diferente, hasta el más absurdo reduccionismo, una suerte de vuelta de tuerca a los limitados objetivos del empobrecedor nacionalismo, presto en todo momento a resaltar las bondades de lo particular frente a lo general con el fin de lograr el reconocimiento de lo que en el fondo se propone establecer categorías para diferenciar, en lugar de procurar la más deseable integración?

La nueva polémica a propósito del reciente éxito de «Disney»

Todo esto no viene si no a cuento de una de esas ridículas polémicas que últimamente alimentan nuestra más bien inane actividad cultural, aquella que se refiere a si la reciente serie de moda, la muy premiada The Bear, cuya tercera temporada acaba de estrenarse este mes, con renovado éxito, en la plataforma de Disney, es en realidad un drama o una comedia. Ríos de tinta siguen nutriendo estos días las más sesudas columnas de opinión (casi todas importadas, como resultan los pseudo debates culturales) para dilucidar en qué género debería situarse la peripecia de estos cocineros de altos vuelos (y bajas calorías) que tanto parece haber encandilado al público más supuestamente sofisticado, también aquí.

The Bear transcurre en el Chicago de hoy, donde un joven talento de la nueva cocina hereda el viejo restaurante de su progenitor

Convienen un par de apuntes para situar a quiénes quizá no hayan caído rendidos aún ante el nuevo fenómeno. The Bear transcurre en el Chicago de hoy, donde un joven talento de la nueva cocina hereda el viejo restaurante de su progenitor, un exitoso servidor de bocadillos con receta italiana pésimamente administrado, que más valdría vender por saldar deudas e intentar recuperar algo del dinero allí invertido. Pero el chef, curtido en sus años de estudiante entre los más delicados fogones, intuye la posibilidad de rescatar el negocio familiar de las garras de los acreedores, convirtiéndolo además en un nuevo templo culinario en el que dar rienda suelta a su pretendida fantasía creativa.

Las tres temporadas emitidas hasta ahora permiten apreciar ese viaje pleno de imponderables, obstáculos, peligros y alguna efímera alegría sobre el que se cimentan los sueños de los auténticos emprendedores. Sin lograr medirse con las excelsas virtudes de este tipo de producciones televisivas como Mad Men o The Affair, la serie exhibe algunos logros parciales que aconsejan su visionado, siempre y cuando el potencial espectador no esté siguiendo una severa dieta: incluso si no eres fan de esa farsa que tantas veces enmascaran las estrellas Michelin, el eterno desfile de alimentos, excelentemente fotografiados, resulta un temerario desafío hasta para las papilas más curtidas.

El novio de Rosalía, un actor intenso como pocos

Hay en The Bear, que ofrece un metraje ajustado (los episodios no van mucho más allá de la media hora), personajes creíbles encarnados por actores solventes, en algunos casos portentosos, sobre todo en los roles secundarios: a esa madre que encarna la soberbia Jaime-Lee Curtis le bastan un par de escenas para robarse buena parte del crédito de este serial. Y quizá al protagonista (ahora conocido como el último novio de la «trapera» Rosalía), Jeremy Allen White, le sobren unas arrobas de intensidad, que a veces parece a punto de emprenderla a martillazos contra la propia pantalla, como resultado del pesado fardo existencial que parece soportar. Aunque en general, su retrato del «artista» (los chefs son los pintores o músicos de nuestra época) atormentado llega a interesar más que conmover.

El ritmo puede pasar de lo trepidante (ese montaje frenético que refleja fielmente la titánica labor que se desempeña entre fogones, parecido a una imprevisible carrera de obstáculos) a lo excesivamente lánguido (sobre todo cuando el chef principal se pone melancólico). Las tramas secundarias se sujetan a la esencial con aplomo (los secundarios ganan peso en capítulos que explican sus particulares calvarios personales); la música resulta infinitamente más reveladora que en la mayoría de las cutres series españolas, y sobre todo lo que cuenta (base de todo folletín) puede resultar interesante, mayormente si se supera el inicio con cierta paciencia y se le perdonan algunos desvaríos, como la, a ratos, insufrible cháchara entre ese par de estúpidos primos o lo que sea de la familia, supuestamente concebidos para arrancar alguna forzada sonrisa.

Drama o comedia

¿Qué es lo que ocurre, entonces, para que precisamente ahora se pretenda erigir todo un debate sobre la idoneidad de The Bear como un drama o una comedia, que a tanta gente parece mantener en vilo? A buen seguro todo se deba al deseo de llamar la atención a propósito de un asunto tan aparentemente insustancial como el de determinar en qué categoría de los premios Emmy, los más perseguidos de la televisión, debiera situarse esta producción: si en la correspondiente a las comedias o la destinada al drama.

Es de imaginarse, por la cuenta que le trae a sus productores, que la competencia en uno u otro lugar quizá sea de menor calibre. De ahí la necesidad de acreditar la elección, apuntando con cierta pericia: si a final de cuentas la serie resultase ser una comedia, y sucede (como parece) que por esa parte hay rivales más asequibles en la contienda final, sus posibilidades de seguir en lo más alto escalafón de los prestigiosos galardones, cosechando renovados fulgores, y quizá hasta logrando batir algún récord, cobraría más fuerza.

En Mozart se encuentra la respuesta

Pero para eso no es necesario embarcarnos a los demás (o sí, la fuerza de la turba global, con su omímodo poder en las redes, puede inclinar finalmente la balanza hacia uno u otro lado) en este absurdo dilema para el que Mozart y su fiel libretista, el fascinante Lorenzo Da Ponte, ya ofrecieron la solución más juiciosa allá por el siglo XVIII. Ambos denominaron a su obra maestra, Don Giovanni, como «dramma giocoso», es decir, drama jocoso, una aparente paradoja que no es tal. Porque en realidad, como es bien sabido, todo creador que aspire a ofrecernos un pedazo de vida, con mayor o menor empleo de los recursos que le permitan su fantasía, conoce que en sus obras deben figurar, en idénticas proporciones, el drama y la comedia, los dos caras inseparables de una misma moneda, la de la existencia humana.

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