Emociones limitadas en una suntuosa 'Adriana Lecouvreur'
La parte musical no funcionó tan bien como el espléndido montaje ofrecido de la ópera del italiano Francesco Cilea, en el Teatro Real
A la tercera, por fin, se pudo ver una representación de ópera en el Real. Después de un par de conciertos con los que este mes ya se había inaugurado la presente temporada, ayer, unida la presencia de los Reyes a una amplia representación institucional (que llenó la sala de políticos), se ofreció la primera función de Adriana Lecouvreur de Francesco Cilea, un título que nunca hasta ahora se había programado en el coliseo de la Plaza de Oriente; aunque sí en Madrid. De hecho, en el programa de mano se señala que las presentes actuaciones están dedicadas al tenor José Carreras, porque hace cincuenta años interpretó esta misma obra en el Teatro de la Zarzuela de la capital, cosechando un gran éxito.
Pero curiosamente, anoche nadie logró ver al cantante catalán por el Teatro Real, aunque mucha gente se preguntara si no estaría sentado junto a los monarcas, teniendo en cuenta el tributo que se le rendía, y si acaso no saldría a saludar al final. No hubo ni rastro de uno de los tenores favoritos de Herbert von Karajan, el mismo que llevaría hasta la exasperación a Leonard Bernstein durante aquel célebre registro de «West side story», a pesar de la ocasión.
No estaba Carreras, pero sí el «vetado» Domingo
En cambio, tranquilamente ubicado en la platea, luciendo bronceado y buen talante, se encontraba otro de los mejores Maurizios de Sajonia (el protagonista masculino de la pieza exhibida ahora) de la historia, Plácido Domingo, quien, junto a su hijo, Álvaro, no cesaba de recibir los saludos de la gente que se le aproximaba en las dos excesivas pausas para interesarse por él. El homenajeado Carreras no aparecía ni se le esperaba, pero por contra el vetado Domingo, al que el ministerio de Cultura impide actuar en los teatros públicos, como el propio Real, sin razón aparente (no ha sido condenado por delito alguno en ningún lugar), pasaba por allí. Cosas de estos tiempos.
Magda Olivero, la soprano que para muchos encarnó hasta hoy a la mejor Adriana posible, solía decir que lo único bueno de su profesión es lo que sucede sobre el escenario. Sir David McVicar, uno de los más inteligentes e interesantes directores de escena de hoy (con Robert Carsen, casi los únicos que sienten un respeto casi sagrado por la ópera, y lo demuestran con sus aclamados trabajos), pareció tomar buena nota de este comentario cuando le encargaron la puesta en escena del presente título.
Es la misma producción que hace quince años ya se había estrenado en Londres con Angela Gheorghiu y Jonas Kaufmann, para más tarde reponerse en Nueva York mediante el protagonismo de Anna Netrebko y Piotr Beczala. A Madrid, ahora, parece que le hubieran llegado las rebajas en el reparto: ni Ermonela Jaho ni Brian Jadge pueden colocarse al mismo, parejo nivel de sus colegas. Aunque como premio de consolación, aquí se pueda contar con la presencia de la mezzo Elina Garanca, una intérprete forjada como las grandes de otras épocas.
El templo sagrado del escenario y el espacio de la vida
McVicar sitúa todo el desarrollo de la historia, una peripecia tan absurda como la inmensa mayoría de las obras líricas, pero bendecida por una música pegadiza, cuyos temas principales Cilea repite no a modo de los motivos conductores wagnerianos (que sugieren un profundo sentido dramático), si no simplemente porque parece él mismo fascinado con el poder expresivo de sus hallazgos melódicos, estirándolos todo lo que puede, en dos planos bien diferenciados durante el desarrollo de sus cuatro actos.
En el superior, coloca ese teatro concebido como una suerte de templo del arte, donde la Olivero parecía disfrutar con los auténticos instantes dignos de recuerdo. Más abajo, próximo al proscenio, se encuentra ese otro espacio efervescente y caótico por el cual discurre la vida común, en su más prosaica dimensión, donde en cada esquina acechan las puñaladas convertidas en celos, envidias, traiciones, crímenes… aunque a veces también se entremezclen con algún breve instante íntimo de felicidad amorosa.
Solo un cierto distanciamiento, revestido de ironía y unas pizcas de humor, puede salvar a quienes no se tomen los cotidianos afanes, las decepciones y reveses con el imprescindible espíritu deportivo. Eso es lo que parece señalar el director entre las líneas que dibujan la trama primordial, el amor imposible que Adriana siente por Maurizio, oponiéndolo al aroma melancólico de un decadentismo que parece beber directamente en las fuentes de un Gabriele D’Annunzio, o incluso del Giovanni Verga de «Eros».
Precisamente un cierto erotismo, un sensualidad apremiante, nada disimulada pero sin rastro de vulgaridad, impregna la puesta en escena de McVicar. Aunque eso se viera mucho mejor con los intérpretes de los que dispuso cuando su montaje se estrenó en Covent Garden. La Gheorghiu y Kaufmann conformaban una pareja casi ideal que destilaba otra química, una proximidad física que traspasaba el foso con auténticas llamaradas.
Si en el terreno abstractamente superior de la ficción, todo es posible, en el de la vida, rara vez. Ese es el error fatal que llega a cometer Adriana, quizá obnubilada por la fama, el momentáneo, puntual y caprichoso favor del público, que esta mujer confunde con una suerte de licencia: su espíritu elevado, en contacto con las obras de los más refinados autores, como Racine o Molière, unido a su belleza, el porte distinguido de quien ha hecho del dominio del gesto una profesión, le permitiría codearse con su exclusiva clientela en aparentes términos de igualdad. Craso error, que también pagaron caro algunos creadores: Mozart y Beethoven, por ejemplo.
«Los artistas son gente pobre»
Como Michonet, el veterano director que pretende el corazón de la actriz sin posibilidad de éxito, le advierte sabiamente, «los artistas son gente pobre». Jamás pueden aspirar a interpretar realmente los mismos, bien fijados roles que marcan la existencia de los privilegiados, en este caso, representados por una aristocracia que se refugia en el cinismo (el príncipe), la frivolidad (Maurizio) y hasta en el crimen (la princesa) con tal de salirse con la suya. No entienden, ni pueden llegar a compartir, la pureza de los sentimientos que inspiran a quienes solo están acostumbrados a medirse por los singulares parámetros del Arte. Para ellos, no obstante el talento que logren acumular, siempre serán el servicio. Por eso en la hora fatídica, el último homenaje solo puede provenir lealmente de la gente de su propio gremio, los colegas, como le sucede a Adriana en el magnífico hallazgo de la escena final.
Quienes tachan un montaje puntilloso hasta el más mínimo detalle, comprendida la espléndida escenografía, la certera iluminación, el suntuoso vestuario, … simplemente de «conservador», con un cierto desprecio, no han entendido nada. A todo lo anterior y mucho más apunta la eficaz propuesta de MacVicar, que prescinde voluntariamente de innecesarias actualizaciones, de caprichos y «genialidades» para contar una historia, todo lo banal y disparatada que se quiera, pero llena de matices, sugerencias e ideas para explorar sin desviarse de su camino. Más allá de que el propio envoltorio, esa especie de banda sonora sobre la que parece insertarse la historia, ofrezca una música de incuestionable belleza, con algunos de esos momentos que los puramente pescadores de arias, dúos e interludios mantienen lógicamente entre sus preferidos.
El apartado musical funcionó peor
Me temo que el aspecto musical no funcionó tan bien. Desde el inicio faltó garra, fluidez, con un foso que tradujo sin demasiada convicción la efervescencia que debe saber transmitirse en el bullicioso acto inicial. El coro, por contra, estuvo siempre en su sitio, aportando un magnífico desempeño en todas sus facetas.
En los siguientes, tampoco se terminaron de apuntalar los instantes de mayor dramatismo, a la vez que se confundía ese aliento decadente que trasluce la partitura con una, a ratos, pesada languidez, un cierto aburrimiento. A Nicola Luisotti ya le ocurrió en Madama Butterfly: parece atado a los tiempos morosos, dilatando a veces en exceso el fraseo hasta que la tensión decae inevitablemente. Lo mejor de su lectura se apreció en el bien delineado final, con una cuerda transparente, particularmente inspirada, para dar relieve a un drama que se difumina entre las sombras sin innecesarios estallidos.
A Ermonela Jaho se le aprecia mucho en Madrid, donde parece una abonada más a sus temporadas. Nunca he compartido el común entusiasmo por una intérprete que enmascara sus debilidades para intentar ofrecer retratos casi siempre incompletos de un repertorio que a menudo se encuentra más allá de sus posibilidades. Compárese por ejemplo su Adriana con la que hacían Renata Scotto o Mirella Freni, posiblemente las dos últimas, más grandes defensoras de este rol. Y se dirá: ¡ya estamos con las comparaciones! Pues sí, resultaría imprescindible precisar unos límites mínimos sobre los que intentar restituirle al género su genuina condición.
El problema no es de la Jaho, ella hace lo que cree con lo que tiene y le va muy bien. Cuando en su célebre aria de salida, «Io son l’umille ancella», proclama «un sofio é la mia voce» («un soplo es mi voz»), tal parece que se estuviera refiriendo a su delicado instrumento. Resulta encomiable su intención de buscar siempre el matiz, de adelgazar el sonido con fines expresivos, lo que se conoce como «filar», emitiendo bellos pianos de notable efecto. Pero eso no puede bastar para ocultar carencias como una zona intermedia mate, unos graves prácticamente inexistentes, una proyección escasa… Falta sonido, pero también intención. La Tebaldi ya afirmaba que ahora solo hay «cantantes mosquitos» en el repertorio verista. No le faltaba razón.
Estas limitaciones de la intérprete no contribuyen a delinear el personaje en todos sus contornos con más carne, empuje, brío, un dramatismo basado en el acento a partir de un instrumento de mayor enjundia y no simplemente a través del gesto, de la fragilidad corporal que confiere a los personajes un cierto patetismo, sí, pero meramente externo porque no se ha construido sobre la óptima administración de los precisos recursos vocales.
Ermonela Jaho, más actriz-cantante que al revés
La soprano albanesa pertenece al grupo de actrices-cantantes, más que al de las cantantes-actrices. En el patio de butacas se encontraba anoche una de estas últimas, la madrileña Saioa Hernández, con recursos de sobra para ofrecer una Adriana mucho más completa y solvente, capaz de penetrar seguramente en la raíz misma de la emoción, exponiéndola sin fisuras. Nadie se la ha ofrecido, de momento.
Si bien el protagonismo recae mayormente sobre el peso de la soprano, el tenor también tiene mucho que ofrecer en este título. Aquí Maurizio estuvo servido por un Brian Jadge que dejó algún detalle de interés: se desenvuelve bien por las alturas, donde la voz no pierde fuelle proyectándose con cierto brillo, aunque también en su caso se añore un mayor caudal. Pero sobre todo, sus carencias provienen de la ausencia de un fraseo más depurado, cálido y expresivo (allí donde Carreras era un verdadero maestro).
Tampoco Nicola Alaimo se mostró, en ese sentido, mucho más convincente. Y en su caso tiene aún más delito, porque es italiano y proviene de la escuela belcantista Aunque delineó un Michonet plausible, por las costuras del personaje se le escaparon momentos trascendentales como su célebre monólogo, en buena medida privado de ensoñación, encanto, nobleza.
Elina Garança, el sentido aristocrático del personaje y el canto
Elina Garança, que tuvo que lidiar en su aria de presentación con el volumen desaforado que Luisotti (más preocupado por intentar no cubrir nunca a la Jaho) imprimió a la orquesta, resultó todo un lujo para la parte de la princesa (en el Real solo la escuchamos en papeles breves hasta ahora, habrá que desplazarse hasta Sevilla para verla en «Carmen» dentro de unos meses). En ella las intenciones se suman a la belleza y rotundidad de un instrumento que se niega a forzar, como ocurre con tantas mezzosopranos que convierten a este personaje en una suerte de «bruja gritona». La profundidad de sus acentos, la inteligencia de la intérprete restituyen a la Bouillon su precisa condición aristocrática, sin perder un ápice de perversidad y sensualidad.
El resto del elenco cumplió en líneas generales, con una nota aparte para el tenor Mikeldi Atxandalabaso, siempre sobresaliente en cualquier cometido, un valor seguro para los teatros. A sus dotes de excelente actor une una voz magníficamente proyectada: en ocasiones es el cantante al que mejor se le escucha (le suele ocurrir a menudo) en toda la sala.
Al final, y a pesar de los ruidosos aplausos y algunas aclamaciones (sobre todo para la soprano), quedó en algunos espectadores la sensación incompleta de algo que podía haber resultado una inauguración memorable, y se quedó simplemente en una apetecible noche de ópera con emociones de una intensidad relativa.